Hoy, en misa, se ha proclamado un Evangelio que me ha hecho entrar en oración.
Recuerdo que hace algunos años me confesé diciéndole a un sacerdote: ‘No rezo lo suficiente, y cuando lo hago, soy cómo quien mira al microondas viendo como se hacen las palomitas, o se queda mirando cómo gira la lavadora… Rezo rápido, porque toca, pero sin deseo alguno de estar o hablar con Dios’.
Recuerdo que este sacerdote me dijo una cosa que me liberó de la culpabilidad y de la autoacusación; y, aunque parezca mentira, me concedió poder disfrutar de la oración. Me dijo: ‘la oración es un don gratuito del Padre, no es fruto del esfuerzo de la voluntad del hombre. Pídele que te regale ese don, en vez de esforzarte por lograrlo por ti mismo’. Pues bien, hoy el Señor me ha regalado un rato de oración con Él, como tantos otros que me ha regalado y de los que he disfrutado como un niño.
¿Sabes cómo se dice en hebreo ‘oración’, refiriéndose al tiempo dedicado a orar? Tefilá. Desde que descubrí esta palabra mi oración se volvió otra cosa. Técnicamente no existe una palabra castellana para traducir el hebreo tefilá. Quizá lo más cercano al concepto literal sea ‘comunión’ o ‘conexión’. Además de ‘hacer’ tefilá, los hebreos hablan también de ‘entrar’ en tefilá y esto para mí ha sido algo muy edificante. Se entra en tefilá cuando se produce un momento, largo o corto, en el que la persona recibe la gracia de saberse bajo la presencia de Alguien Superior a ella, Alguien que le ama, le da seguridad y a quien responde con amor, o lo que la tradición hebrea llama temor de Dios. La presencia del amor de Dios estremece y causa un temor que, de alguna manera que no sé explicar, es fruto del amor. Es el momento en que se encuentran dos bocas, dos lenguas, dos idiomas, que se muestran uno al otro su propia existencia (ver Pic. 1).
Bien, pues hoy el Evangelio trataba sobre la respuesta que Jesús le da a Pedro cuando éste le pregunta: «¿Cuántas veces he de perdonar a mi hermano, hasta siete veces?» (Mt 18, 21). Yo no sé tú, pero me he hecho esa pregunta más de una vez. ‘¿Hasta cuando tengo que perdonar?’. Como Pedro, yo también instrumentalizo el perdón: perdono para ver si así me piden perdón. Mi perdón es condicional, religioso, para tranquilizar mi propia autoconsciencia. Sin embargo, no permito que nadie instrumentalice el perdón que me piden, no admito condiciones: ‘si me pides perdón, ¡no me la vuelvas a jugar!’.
El número 7 en la Biblia es un número importante. Habla del ‘descanso’. El día séptimo de la Creación Dios descansó de sus trabajos. El día séptimo de la semana el hombre debe imitar a Dios y descansar de los suyos. Cada siete años, el hombre debe arreglar sus cuentas y liberar a sus deudores de lo que le deben y así, podemos seguir. El número 7 en hebreo lo representa la letra Záyin (ver Pic. 2), que simboliza una ‘espada’, un ‘arado’, ‘algo cortante’ que ‘penetra’ la tierra… por tanto, el 7 nos habla del ‘discernimiento’. También simboliza un ‘hombre coronado’, alcanzando el techo, la plenitud de la sabiduría. Así, perdonar hasta siete veces se puede traducir por ‘perdonar hasta que yo mismo considere o discierna que ya he llegado al techo, al culmen de mi perdón’.
Sin embargo, Jesús le da una contestación que fue la que me hizo entrar en tefilá: «No te digo hasta siete veces, sino hasta 70 veces 7» (Mt 18, 22). Lo primero que pensé fue: ‘¡Uff!’. Luego, más reflexivo dije: ‘Vamos que me voy a tirar toda la vida teniendo que perdonar’. Pero luego, se juntó mi frikismo con el hebreo y produjo una explosión de frikihebreísmo que me ayudó un montón.
El número 70 en hebreo, se escribe con la letra Áyin (ver Pic. 3). Su nombre significa literalmente ‘ojo’ y esa es su pictografía antigua, representando la ‘visión’, la ‘comprensión’, el ‘conocimiento’, la ‘vigilancia’ y también una ‘fuente’ o ‘manantial’ y, no sé aún muy bien por qué, una ‘oveja’. Al conjugar la letra Záyin con la letra Áyin, me di cuenta de que perdonar «hasta setenta veces siete» es hacerlo hasta ‘áyin veces záyin’, es decir, ‘hasta ver al otro coronado’, ‘hasta conocer la plenitud del otro’; pero también ‘hasta que la oveja sea atravesada por la espada’. Y esto enseguida me llevó a mirar a Jesús, que me trajo a la memoria la profecía de Isaías: «Fue maltratado, y él se dejo humillar, y no abrió su boca; como cordero llevado al matadero, y, como oveja muda ante sus esquiladores, no abrió su boca» (Is 53, 7).
Desde ese momento, «hasta 70 veces 7» significa para mí: ‘siempre, sin quejarte, enmudeciendo ante las ofensas y maltratos del otro’. No contento con esto, y como por desgracia mi grado de frikismo es uniformemente acelerado al tiempo que permanezco en tefilá, me pregunté: ‘¿Cuánto es 70 por 7? 490’. Automáticamente, se abrió una puerta para mí. En hebreo (ver Pic. 4), 490 se escribe con la letra Tav (400) y la letra Tzade (90). La pictografía de la primera es una ‘cruz’, simboliza un ‘pacto o alianza’, pero también un ‘encuentro’ entre dos personas o caminos. Una de las representaciones de la segunda es un ‘hombre durmiendo, descansando’.
¿Qué le ha dicho Jesús a Pedro? ¿Qué me está diciendo Jesús a mí? Que, si realmente quiero saber cuántas veces he de perdonar (en el fondo, saber cuántas veces he de hacerlo me da la clave para entender porqué hacerlo), su respuesta es: ‘hasta que te duermas en la cruz’, ‘hasta que seas una cosa conmigo’, ‘hasta que entre tú y yo haya una alianza tal, que seamos la misma cosa’.
Esto me ha ayudado hoy a darme cuenta de que el Señor me invita a perdonar, no para ser mejor persona, ni para hacer un mundo mejor, ni esas cosas de algodón dulce que tantas veces decimos y que no nos sirven para nada, porque luego no perdonamos a nadie… he de perdonar porque en el acto de perdonar es donde se da el encuentro con el Señor. Es donde mi camino se cruza con el del Señor y, en ese cruce, ambos caminos son el mismo camino, la misma cosa. La letra Tav también representa una ‘señal’ que indica que el lugar está ‘habitado’. Así, el perdón es la ‘señal’ de que yo soy ‘habitado’ por Jesús. Le dejo vivir en mí y le dejo perdonar a los demás a través de mí. De esta forma, ‘completo en mi carne lo que le falta a la pasión de Cristo’, como diría San Pablo, dejando que Jesús realice en mi vida temporal lo que ya realizó de una vez para siempre en la Cruz: el perdón, la justificación de los pecados de quienes me rodean.
No se trata de discernir cuándo o hasta cuándo debo perdonar a los demás, sino de decidir si quiero o no que Jesús y yo seamos una sola cosa en el tiempo que me ha dado de vida, para poder decir, como San Pablo: «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20).