En la mitología egipcia, el nombre era tan importante que se creía que conocerlo daba poder a la persona para controlar al «ser» que lo poseía. Daba igual si se trataba del nombre de algo inanimado o de una planta, animal o persona; o, incluso, el nombre de un dios. Esta parte tan importante del «ser» recibía el nombre de «ren«. Los dioses trataban de mantenerlo oculto (revelando nombres más generales como Ra, Horus, Isis, etc.), para no ser controlados por otros dioses ni por los humanos. Pues ningún «ser» podía traicionar a su propio nombre, éste les obligaba a someterse. Los humanos, en cambio, en su afán de sobrevivir a la muerte, se empeñaban en escribirlo por todas partes, ya que olvidar el nombre de alguien provoca la desaparición total del ser (de ahí que, cuando se quería castigar a alguien, se borraba su nombre de cualquier inscripción, como intentaron hacerlo con la reina Hatshepsut).
La Sagrada Escritura, al contrario de lo que solemos creer, afirma que el origen de las antiguas mitologías, radica en la perversión de la Revelación Divina, la cual fue contínua, desde el inicio de la Humanidad: Dios se reveló a Adán y esta revelación se perpetuó en la estirpe de Set. Luego se reveló a Noé y, tras el Diluvio, ésta se conservó en la estirpe de Sem. Finalmente, se reveló a Abraham, y ésta se conservó hasta nuestros días en la estirpe de Israel. Al llegar el final de los tiempos (cf. Hb 1, 1ss), con la encarnación de Jesús, Dios se reveló definitivamente al mundo entero, y su revelación es conservada por la Iglesia y el Cristianismo hasta la consumación del tiempo.
Con esto quiero decir que, podemos encontrar atisbos de verdad en las diferentes mitologías antiguas, si buscamos a través de las innumerables corrupciones introducidas por los demonios. Tal es el caso, por ejemplo, de la famosa Atlántida, que no es sino una perversión de la revelación acerca de la caída del hombre desde Adán hasta Noé, y la llegada del Diluvio. O, como nos incumbe ahora, la importancia del «nombre», no para controlar maliciosamente a la persona (esa sería la parte corrupta) sino para «conocerla», es decir, para unirnos a ella en perfecta unión del ser, y confiar en ella. Quizá el lugar donde mejor se puede ver la verdad de esto es en el exorcismo, donde el ministro pregunta el nombre al demonio y, cuando finalmente lo revela, sabe que ha quedado debilitado y puede expulsarlo.
En hebreo, «nombre» se dice shem. Esta palabra deriva de la raíz sham, que significa «allí/allá» (usada para señalar un destino) y que está presente también en el concepto hashshamáyim, «los cielos» (o literalmente, «las aguas de allá»). El shem («nombre») nos revela el sham («allá») para el que hemos sido creados y que se completará finalmente en «los cielos», hashshamáyim: lugar donde el shem alcanzó el sham, es decir, donde nuestro «ser» se ve plenamente realizado, siendo aquello para lo que fue creado. El shem, por tanto, es la esencia del «ser». De hecho, «sustantivo» en hebreo se dice שֵׁם עֶצֶם (shem ‘étzem, «esencia del nombre o shem«).
Moisés, un hebreo criado en las más altas instancias de las creencias egipcias (había sido adoptado por la hija del Faraón), conocedor de la importancia del «nombre», lo primero que hace, al encontrarse con Dios en la Zarza Ardiente, es pedirle que le revele su shem; y Dios, al revelárselo, le mostrará que es incontrolable, incognoscible en sí mismo: «Yo soy el que soy» (Ex 3, 14).
Es interesantísima la revelación de este nombre. La frase en hebreo se lee así אֶֽהְיֶה אֲשֶׁר אֶֽהְיֶה (‘ehyé ‘ashér ‘ehyé). Fíjate que son tres palabras y todas comienzan con la misma letra: Álef (que he puesto en rojo). Se trata de la primera del alefato (alfabeto) hebreo y, tanto por ser la primera, como por su pictografía, representa a Dios mismo (ver la imagen adjunta) y, como no podía ser de otra manera, al número 1.
El Eterno, al revelar su nombre a Moisés, le muestra tres Álef, es decir, tres veces la representación de Sí mismo. No sólo eso, sino que la propia letra en sí misma nos obliga a tener que realizar tres trazos para poder dibujarla (es imposible hacerlo de otra manera, observa la imagen). Es como si quisiera hacernos confesar la Trinidad en la Unidad. Pero, aún hay más. Los sabios de Israel enseñan que Álef se forma por la combinación de dos Yod contrapuestas (que representan las aguas de arriba y de abajo) separadas por una Vav (el firmamento). Así, Álef representa la unidad del Cosmos o Creación.
Lo curioso de esto es que la letra Yod tiene el valor numérico de 10 y la Vav, de 6. Si las sumamos, nos dará 26 (10+10+6), que es el valor numérico del Nombre Sagrado de Dios (יהוה), Yahvé (10+5+6+5). Si volvemos a sumarlas, nos dará 8, que es el valor numérico del nombre de Jesús (Yeshúa), después de haberlo sumado tres veces. Observa: 10+300+6+70=386=3+8+6=17=1+7=8.
Si esto no te parece suficiente, aún podemos sumar las propias letras (אָלֶף) del nombre de la letra Álef (1+30+80), que nos dará 111, es decir, tres veces uno, tres veces Álef. Por último, si quisiéramos escribir 111 en hebreo, tendríamos que usar la secuencia de letras קיא, o sea, 100+10+1. Aunque esta secuencia no tiene significado semántico en sí misma, su pictografía sorprende (mira la imagen adjunta), pues representa la «reunión del poder en la unidad/divinidad».
Supongo que tu cabeza estará explotando en estos momentos y una voz dentro de ti te estará susurrando: ‘no es posible, son sólo frikismos de Talavante’. Pero, no. Si nos vamos al Shemá (la oración por excelencia de Israel) observaremos que dice: shemá’ yisrael ‘adonay ‘elohénu ‘adonay ‘ejád («escucha, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno«). Curiosamente, y en contra de lo que algunos afirman, la palabra ‘ejad no representa la «unidad» en su absoluto (ese significado lo tiene la palabra יָחִיד –yajíd–«uno solo»), sino la «unificación de varias cosas en una sola». La propia pictografía de la palabra, que verás en el párrafo siguiente, nos habla del «poder para defender la puerta» frente al enemigo, es decir, que la familia o tribu actúe como si fueran uno. El Eterno no es «uno sólo», en el sentido de solitario en su unidad, sino «unificación o reunión de personas».
La propia palabra ‘ejád nos está obligando (como ya hacía Álef) a usar tres letras para describir al Eterno (אֶחָד): Álef, Jet y Dálet. Siendo que Álef representa el «principio de todo», Jet una «valla defensiva» y Dálet, una «puerta». Para nosotros, los cristianos, no será muy difícil releer la Escritura y comprender que, al afirmar que ‘adonay ‘ejád, estamos confesando a la Santísima Trinidad: al Padre («principio de todo»), al Espíritu («defensor») y al Hijo (que dijo de sí: «yo soy la Puerta»), perfectamente unidos entre sí.
El Eterno ha ido revelando paulatinamente su nombre a la Humanidad, dándonos atisbos del interior de su shem, de su nombre: su Trinidad. Atándose (por decirlo de algún modo) a nuestro dominio. Pues, el Eterno no puede traicionar su propio nombre (cf. 2Tm 2, 13), como veremos a continuación.
¿Por qué es tan importante la Trinidad? ¿Por qué dedicar una solemnidad tan grande a esta revelación? Porque, en el día de hoy, ¡Dios nos revela su shem completo! ¡Su nombre! ¡Su esencia! Al hacerlo, se compromete con el hombre. Cierto que sigue siendo Dios y jamás podremos controlarle maliciosamente, como creían los egipcios (pues Él también conoce nuestros nombres). Él nos revela Su Nombre para que le «conozcamos» en el más absoluto sentido bíblico, no intelectualmente, como piensan los racionalistas, sino para que nos unamos a Él tan íntimamente como un hombre se une a su mujer (Gen 4, 1: «conoció el hombre a su mujer, y ésta engendró…»), formando un Ser Vivo nuevo, en el que subsisten el padre y la madre, al tiempo que existe por sí mismo. ¿¡No te parece increíble!?
En el Evangelio de este domingo de la Santísima Trinidad, nos asegura que la salvación/condenación no se basa en llenarnos de buenismos, sentimentalismos, perfeccionismos o moralismos, sino en creer o no creer en el Nombre del Hijo Único de Dios (cf. Jn 3, 18). La palabra «creer» (en griego, pístis), se traduce por «confiar» y es el concepto helénico más cercano al original hebreo: ‘emuná, que nos habla de «sostener firmemente» algo.
El shem de este Hijo es Jesús (yeshúa’), que quiere decir «Yahvé salva». La salvación consiste en «conocer» bíblicamente este nombre, hacerse una sola carne con él, con la verdad que afirma, y «sostenerlo firmemente», de forma que no haya manera posible de ser separados, ‘des-convencidos’, de la certeza de que Yahvé me salva, o lo lo que es lo mismo, Yahvé me ama profundamente, sin condiciones, sin requisitos, gratuitamente. El nombre de Jesús es simple, sencillo, no tiene letra pequeña, no significa «Yahvé salva si…«.
¿Qué nos puede ‘des-convencer’ de esta certeza? Primero, el Mundo. Hemos asimilado que, si fallamos, nos dejan de querer o nos quieren menos, y pensamos que Dios hace lo mismo: ¡falso! Segundo, nuestra Carne caída, nos buscamos en todo a nosotros mismos, y cuando nos escandalizamos, nos despreciamos, y, para no sentirnos culpables, proyectamos este desprecio en Dios: ¡falso! Por último, los Demonios. Ellos constantemente trata de interpretar las cosas que nos ocurren para convencernos de que Dios no existe, ya que, si existiera, no dejaría que pasáramos por lo que estamos viviendo. Si Dios no existe, Dios no me ama: ¡falso!
A lo largo de la Escritura, el Eterno irá conduciéndonos a la revelación definitiva de su shem (Jesús). Así lo vemos en la Primera Lectura de hoy. Ella nos dice que Moisés escuchó a Dios decir de Sí Mismo: YHVH YHVH ‘el rajúm vejannún ‘érej ‘apáyim verab-jésed ve’emét, es decir, «Yahvé, Yahvé, Poder de misericordia y de gracia, de respiración larga (pacientísimo) y de abundante bondad y estabilidad…» (Ex 34, 6).
Ha comenzado la revelación del shem del Eterno. La palabra ‘el («Dios»), literalmente significa «poder»; rajúm, «útero, entrañas» (donde es concebido el feto); jannún (que deriva de Jen), «gracia», «favor gratuito». Yahvé es el que puede engendrarnos de nuevo y gratuitamente. Su larga respiración (su paciencia) para con nosotros es inabarcable y su ser está lleno de jésed, «bondad, caridad, santidad» y ‘emét, «verdad, estabilidad, firmeza». ¿¡Te das cuenta de lo que esto significa!?
Al revelar su nombre, ¡Dios se somete a ti y a mí! Nos está revelando quién es, de tal manera que ya no puede traicionarse a sí mismo, no puede negarse a sí mismo, como dirá San Pablo (cf. 2Tm 2, 13). ¡Ahora, conocedores de su nombre, podemos invocarle, recordándole que Su Nombre es Entrañas de Misericordia, Bondad, Amor, Gratuidad, para que derrame sobre nosotros aquello que Él es, engendrándonos en el interior de Sí Mismo, gratuitamente, colmándonos de su bondad, de su santidad, y estableciéndonos en la firmeza de su amor por nosotros!
El Cántico de Daniel, que usamos de Salmo Responsorial hoy, nos hace profundizar más en esta revelación, desgranándonos el shem del Eterno al gritar: barúj ‘attá ‘adonay… («bendito tú, Adonay…»):
- El Bendito
- El Dios de nuestros padres
- El Templo de Santa Gloria
- El Trono de tu Reino
- El asentado sobre Querubines
- El sondeador del abismo
- El que habita la bóveda del Cielo
La Segunda Lectura (contemplación de la Iglesia tras la experiencia de haber visto resucitado a Jesús) afirmará, en boca de San Pablo: «¡Alegraos! Trabajad por vuestra perfección, ¡animaos! Tened un mismo sentir y vivid en paz». La traducción literal es: «¡Regocijaos! dejaos completar, dejaos fortalecer, pensad lo mismo, pacificaos (lit. «reunificaos internamente»)«. Y nos revelará más del shem del Eterno: «Dios de Amor y de Paz», «[Dios que] estará con vosotros» y, en la despedida, Dios de «Gracia» (járis, «gratuidad»), Dios de «Amor» (agápe, «amor puro») y Dios de «Comunión» (koinonía, «sociedad, interacción, comunicación»). Dios que, llegados a los últimos tiempos, nos ha revelado por qué es ejád («unificación»), porque son tres Personas (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) que comparten en Sí Mismas la total naturaleza divina, que se aman profundamente y están perfectamente unidas entre sí.
¡La Revelación del Shem del Eterno es importantísima para nosotros! Él no puede traicionarse a sí mismo. Nos ha revelado Su Nombre para que lo sostengamos firmemente, para que darnos ‘emuná… para que nunca dudemos que nos ama pura y gratuitamente, nos engendra de nuevo, nos reviste de Su Santidad y nos introduce en su Koinonía, en su interior.
Hemos sido creados para ser deificados, para ser divinizados en Jesús y por Jesús, para ser herederos de Dios y coherederos de Cristo (cf. Rm 8, 17).
¡Enhorabuena! Ahora conoces el Shem del Eterno. Ahora puedes llamarle sabiendo que Él no se tracionará jamás a Si Mismo. Ten ‘emuná, sostén en alto la revelación de su nombre contra el Mundo, contra el Demonio y contra ti mismo. Si caes, levántate, invoca su Shem y déjate engendrar de nuevo por Él.
¡Feliz Domingo de la Santísima Trinidad!