Jesucristo, Rey del Universo

Este domingo 22 de Noviembre, celebramos con inmensa alegría la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo; la cual marca el final del Año Litúrgico. Conocida como «Cristo Rey», fue instaurada por S.S. Pío XI el 11 de diciembre de 1925, a través de la encíclica «Quas Primas»[mfn]«Habiendo, pues, concurrido en este Año Santo tan oportunas circunstancias para realzar el reinado de Jesucristo, nos parece que cumpliremos un acto muy conforme a nuestro deber apostólico si […] ponemos digno fin a este Año Jubilar introduciendo en la sagrada liturgia una festividad especialmente dedicada a Nuestro Señor Jesucristo Rey.», S.S. PÍO XI, carta encíclica Quas Primas, 5.[/mfn], proponiendo a todo el pueblo cristiano un «remedio eficacísimo» frente a lo que denomina «peste de nuestros tiempos […] llamado laicismo, con sus errores y abominables intentos»[mfn]Ibid., 23[/mfn]. Palabras que, aunque fueron pronunciadas en 1925, hoy adquieren especial relevancia, mostrando así, como tantas otras veces, el carácter profético de las enseñanzas del Sucesor de Pedro.

En ella, el Santo Padre hace un análisis de los pasos que se estaban dando, ya en su época, para arrebatar a Cristo el imperio sobre las personas, permitiendo así la aparición de esta ideología dañina llamada laicismo:

  1. «Negar el imperio de Cristo sobre las gentes».
  2. «Negar a la Iglesia el derecho […] de enseñar».
  3. Equiparar «la religión cristiana […] con las demás religiones falsas».
  4. «Someter la religión al poder civil».
  5. Sustituir «la religión de Cristo con cierta religión natural, […] sentimientos puramente humanos», que termina por apoyarse «en la impiedad y en el desprecio de Dios».

En este artículo, no vamos a enfocarnos en Política, sino en la vivencia de la fe católica que se visibiliza en la Liturgia de este día. Aunque ahí quedan algunas preguntas que bien podríamos hacernos de cara a esta Solemnidad y durante la semana siguiente hasta la llegada del Adviento:

  • ¿Cuál es mi relación con Jesucristo? ¿Tiene Él el poder y la autoridad sobre mi vida y mis decisiones? El cristiano es aquel que «camina detrás del Señor», sabiendo que Él le precede siempre, esperándole en cada acontecimiento, bueno o malo, para ver si respondemos con fe o según el resto del mundo.
  • ¿Cuál es mi relación con la Iglesia? Es un pueblo, es una madre. Ella ha recibido la misión de anunciar el Evangelio y de enseñar la voluntad de Cristo[mfn]«Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (cf Mt 28, 19-20).[/mfn]. La Iglesia es Cristo y Cristo es la Iglesia, ¿realmente lo creo?

La fe no es un sentimiento, ni una ideología. La fe es una experiencia viva, de encuentro con Jesús, una persona humana, no una idea o concepto. ¡Una persona! Que se relaciona con nosotros, nos habla, nos perdona, nos da su vida para que la usemos bien. Pero una persona que es Dios mismo y que un día vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos porque, lo queramos o no, el imperio del Universo es suyo, aunque de momento no lo parezca.

«Yo mismo buscaré a mi rebaño y lo cuidaré […] sacándolo de los lugares por donde se había dispersado un día de oscuros nubarrones», dice el Señor en la 1ª Lectura[mfn]cf Ez 34, 11-12. 15-17[/mfn] de esta solemnidad, «buscaré a la oveja perdida, recogeré a la descarriada; vendaré a las heridas; fortaleceré a la enferma […]. En cuanto a vosotros, mi rebaño […]: Yo voy a juzgar entre oveja y oveja, entre carnero y macho cabrío».

¡El Señor no se olvida de nosotros! Viene cada día a buscarnos, visitándonos en medio de los acontecimientos de nuestra vida, esperando que confiemos en Él y no en nuestra propia visión de cómo tendría que ser nuestra vida y qué tendría que sucedernos. El cristiano tiene la certeza del pleno cumplimiento de las palabras del Salmo Responsorial[mfn]Sal 22, 1-2a. 2b-3. 5-6[/mfn]: «El Señor es mi pastor, nada me falta […] me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas, me guía por el sendero justo por el honor de su nombre». El Sendero Justo, el sendero de la Cruz, del amor al enemigo, el sendero en el que la voluntad del hombre se ajusta a la de Dios y, por esta justicia, Dios diviniza al hombre, resucitándole de la muerte e introduciéndole en la Vida Divina, la Vida que se da por amor al enemigo, al despreciable… pero no porque es lo que hay que hacer para salvarse, sino porque es lo que Dios ha hecho contigo y conmigo: muertos como estábamos en Adán (y lo estamos tan a menudo), reos por tratar de ser dioses sin Dios cada día de nuestra vida; y aún así, hemos sido «vivificados por Cristo», como nos recuerda San Pablo en la 2ª Lectura[mfn]1Co 15, 20-26a. 28[/mfn].

El Evangelio nos narra el famoso «Juicio de las Naciones». Es común, en estos tiempos, leerlo desde una óptica social y solidaria, a veces rozando incluso el moralismo. Sin embargo, los Padres leían este relato con las gafas del lenguaje y conceptos hebreos que usa San Mateo: las «naciones» son los paganos y «los más pequeños», los cristianos, los misioneros, enviados por Cristo a anunciar el Evangelio.

A los cristianos, Dios los juzga por su fe en Cristo (que, naturalmente, se manifiesta en obras) y la aceptación de su reinado sobre ellos. Pero Dios juzgará también a los no creyentes (a los paganos, en lenguaje bíblico), no por la fe (que no tienen), sino por lo que hicieron con los cristianos, con los que Cristo es una sola carne.

Y ¿quiénes son estos cristianos? Personas normales y corrientes, ni mejores ni peores que nadie (a veces, igual peores): «enfermos, encarcelados, desnudos, hambrientos, etc.», algunos materialmente, pero todos espiritualmente. No somos mejores que nadie. Lo que nos diferencia del resto del mundo es la experiencia viva y real de saber que Cristo nos quiere tal y como somos (enfermos, hambrientos, sedientos, presos…), sin exigirnos nada, sin necesidad de dar la talla… nos ama gratuitamente, nos recoge, nos limpia, nos venda las heridas, nos fortalece, etc., cada día.

Ser cristiano, no consiste en ser muy bueno, sino en dejarse amar por Dios, aceptar ser amado tal cual es (soberbio, avaricioso, lujurioso, envidioso, chismoso, etc.)… no son nuestras obras las que nos harán dignos de superar el Juicio del Señor, sino la fe en Su Nombre (=Jesús, «Dios Salva»). Es esta fe la que luego, a medida que profundiza en nosotros, nos hace descubrirnos cada vez peores, sí, pero al mismo tiempo, más y más amados por Cristo. Esta experiencia existencial (y no la mera ideología, por religiosa que sea) de saberse amado tal como uno es, sin exigencia alguna, es la que nos hace caer de rodillas, rendirnos ante el Señor, llorar de amor; ella nos va enseñando a amar al prójimo, al enemigo, porque nuestro modelo es Dios que nos ama a nosotros, siendo sus enemigos y, si Dios me ama tal y como soy, ¿quién soy yo para no amar a mi prójimo? ¿Acaso soy más importante que Dios para negarme a hacerlo?

Te invito, hermano, a terminar esta reflexión con una breve oración. Entrégale hoy el reinado de tu vida a Cristo. Ponte «detrás de Él», camina poniendo tus pies en Sus Huellas, dispuesto a recorrer el Camino de la Cruz, no por resignación, sino porque sabes que el Camino de la Cruz de Cristo es el único Camino, la única Verdad, la Vida verdadera. Por eso, si quieres, dile ahora al Señor:

«Jesús, me quito hoy la corona ante Ti.
Ya no quiero hacer más mi voluntad, sólo quiero hacer la tuya.
Vivir por Ti, para Ti y en Ti.
Haz conmigo lo que Tú quieras, como Tú quieras, cuando Tú quieras.
Pongo en tus manos mi espíritu y perdono a mis enemigos
(a mi marido o mujer, a mi primo o tío, a este amigo mío que me ha traicionado o decepcionado, al vecino que me molesta cada día, etc.),
¡perdónales, Señor!, porque en realidad no saben lo que hacen.
¡Perdónales! Porque yo me ofrezco a Ti por amor a ellos, Padre,
unido a tu Hijo Jesucristo,
mi hermano, mi Señor, mi Rey.
Amén».

¡Viva Cristo Rey!