Se llamaba Fernando Martim de Bulhões e Taveira Azevedo y había nacido en Lisboa en el año 1195.
Como llegó a llamarse Antonio y a identificarse con la ciudad italiana de Padua es algo que vamos a intentar explicar. Y, claro, lo de ser santo va en el paquete.
Si no nos ponemos a resumir un poco no acabamos así que subíos que hoy vamos a ir rápido.
Su vocación; ¿cómo llega? Pues un día por el puerto ve que desembarcan unos ataúdes y pregunta: «¿quiénes son?» Y le dicen: «franciscanos que han muerto por anunciar el Evangelio en Marruecos».
«Andá, ¿y dónde hay que inscribirse para eso?» Cada uno es cada uno.
Luego las cosas como son: se hace fraile menor franciscano y a las primeras de cambio, como era su deseo, se embarca hacia Marruecos. ¡Pero no llegará nunca! Una tormenta hace que su barco de un rulo importante y acabé atracando a duras penas en las costas de Sicilia.
Para entonces ya ha cambiado, al ingresar en la orden, su nombre por el de Antonio, en honor a San Antonio, abad, padre del movimiento eremítico.
Me imagino a Antonio preguntando: «pues creía yo que Marruecos era de otra manera, ¿dónde está el moro para predicarle fray Joao?». «Fray Antonio, que sabrá usted mucho de todo pero que esto es Messina, aquí no hay mucho moro».
Y es que claro, con las prisas no os he dicho que fray Antonio era un hacha en los estudios y se sabía de memoria libros enteros. Era un máquina.
Y había llegado al momento justo al lugar indicado.
Porque lo que quizá pensó nuestro santo era que su sueño de evangelizar Marruecos, algo para él grande y merecedor de dejar su lujosa vida en Lisboa (era el típico pijín lisboeta del s. XIII), valía y mucho la pena pero acabar en Sicilia, por muy bonita que fuera, pues no.
A Antonio le iba la marcha. Y la marcha le iba a llegar de una manera inesperada para él.
Por aquella época todavía vivía un señor llamado Giovanni Bernardone dei Moriconi, al que todos llamaban Francisco (porque su madre era francesa) y que era de Asís. Había fundado la Orden de los frailes menores (que luego sería los franciscanos) y esa era la orden de Antonio.
Era 1221. Francisco de Asís, que estaba ya pachuchillo, le seguía dando vueltas a cómo debían ser sus monjes, de cómo debía ayudar a la Iglesia en la misión evangelizadora; así que ese mismo año reunió en Capítulo general a los capos franciscanos.
Aún no sabemos cómo pero Antonio estuvo allí y conoció a Francisco. Más bien le vio estar casi todo el Capítulo a los pies de fray Elías, que fue quien presidió la reunión y en donde se pusieron las cosas en claro.
Esta experiencia cambia la manera de vivir y de pensar de Antonio. Le impresiona conocer a estos hermanos que habían iniciado la aventura en la que se había embarcado. Se siente uno más: y acepta su destino.
«Se acabó lamentarse con lo de convertir al infiel: usaré los talentos que me han sido dados por gracia de Nuestro Señor Jesucristo»
Y jopé, eran talentos bien grandes.
Antonio fue a hacerse cargo de la solitaria ermita de San Paolo, cerca de Forli. No sabemos ni siquiera si en esa época era sacerdote o no.
Se entregó a la oración y al estudio. Vivía en una cueva. Se ocupaba de servir a otros monjes y sobre todo de barrer. «Oye, pues quizá es que este es mi gran talento, barre que te barre tampoco se vive tan mal, en la voluntad de Dios estoy». Antonio era mucho de pensar y de hablarse a sí mismo.
De aquellos monjes ninguno conocía la extraordinaria inteligencia que poseía fray Antonio. Aunque iban a tardar poco en conocerla.
Algún día hablaremos de la competencia (sana a veces, otras acababan a tortas) que había entre franciscanos y dominicos. Hacían quedadas para debatir y así se lo pasaban pipa. Otras veces, por motivo de alguna ordenación o esos temas, alguno de una y otra orden se preparaba un sermón y luego todos pues le sacaban punta.
En una de estas a los dominicos les falló su predicador y de los franciscanos ninguno se atrevió (gallinas) a salir a enmendar el vacío. Antonio estaba por ahí y se dijo: «barrer está bien pero oye, esta oportunidad no se da todos los días».
Para entender lo que debía ser predicando este hombre baste decir que en apenas tres años pasó de ser un humilde monje que barría y servía a sus hermanos a que los franciscanos crearan un puesto única y exclusivamente para él: lector de teología.
Que igual decís «no es para tanto». Pero que si lo era, no os emperréis.
Repartía por todos lados, no era complaciente ni con los suyos. Denunciaba cualquier injusticia que viera y más todavía denunciaba las herejías que se producían por todos lados porque era una época que agüita con las que se liaban.
De verdad que de qué personas se vale Dios para tirar palante con el carro de la Iglesia.
Tanto ajetreo le hace olvidarse que lleva años enfermo y agotado. Repentinamente se siente malfatal y pide que le trasladen a Padua.
No llega porque en un bosque cercano a la ciudad fallece con 35 años de edad. Sus funerales y entierro congregan unas muchedumbres jamás vistas hasta ese momento.
Un año después, en 1232, el papa Gregorio IX, al que alguna otra bronca que otra había echado, le canoniza con esta frase: «O doctor optime». Siete siglos después Pío XII le nombra, como profetizó Gregorio IX, Doctor de la Iglesia.
Merecido lo tuvo, no me fastidiéis.
Hay mil historias que contar de San Antonio de Padua pero creo que por hoy ya basta.
Además, podéis leer sus innumerables sermones por todos lados. Eso sí, ojito que en internet a veces te venden sucedáneos por caviar.