La joven Wang Hoei vivía feliz en la provincia china de Hebei, en su pueblo, relativamente cercano a Pekín, cuando al S. XIX le quedaban ya dos telediarios.
Estaba contenta porque acababa de escuchar a unos misioneros hablar de Liaoshi (Dios) y de Xishi (Jesús) y de construir miao (iglesia). A ver, le hacía gracia como hablaban el chino porque no daban pie con bola pero escuchar esas palabras le hizo visitar el lugar donde habitaban esas personas.
Así conoció a los misioneros lazaristas, provenientes de una congregación que había fundado San Vicente de Paúl en el S. XVI.
Wang Hoei estaba tan contenta y escuchaba tan concentrada a estos pobres hombres que apenas sabían el idioma y vestían tan raro que muy poco después decidió bautizarse y cambiarse el nombre.
Ahora era Fan Hui, Rosa Fan Hui, y se convirtió en catequista de niños en su aldea.
Ya había decidido que no se iba a casar, porque no había un cristiano de verdad para hacerlo, así que se dedicó a ayudar a los lazaristas con el idioma, a traducirles términos para no mezclar las cosas con el Budismo y a enseñar a los niños quién era ese Jesús.
Oye, no estaba mal, ¿verdad?
Pasaron algunos años y, de repente, se produjo una especie de revolución por los alrededores de Pekín (que son muy grandes) comandada por fanáticos de las artes marciales, especialmente de una brutal, que vamos a llamar boxeo chino para entendernos. Los ingleses les llamaron, por ello, «boxers».
Los boxers creían que las balas no les podían dañar y pensaban que disponían de superpoderes, así como os lo cuento.
Parece un chiste pero la emperatriz Ci Xi, sorprendentemente, se puso de su lado.
Ah, no os lo he dicho. Los boxers eran profundamente anticristianos. Anti de matar obispos quiero decir.
Lo cierto es que el imperio chino ya no se sostenía.
Había perdido, en esa época, y sucesivamente, guerras con Japón y con Inglaterra y Francia (las llamadas guerras del opio). Esto le había obligado a firmar un pacto comercial por el que potencias occidentales podían maniobrar con productos de todo tipo en territorio chino.
Pekín era un hervidero de diplomáticos, comerciantes, misioneros y soldados venidos de cualquier lugar.
Esto es lo que hizo que se les saltara la tecla a los boxers y al estar sin margen de movimiento, y por contentar a su pueblo, Ci Xi apoyó a estos zumbaos siempre y cuando la sirvieran a ella.
Se lio. Quienes más lo pagaron fueron los misioneros católicos (también protestantes) de las aldeas.
Para las potencias extranjeras fue un fastidio tener que ponerse a guerrear con estos ninjas majaras y en cuanto se unieron mínimamente les redujeron sin más. Además Ci Xi se tuvo que ir de la Ciudad Prohibida porque había que fastidiarse con ella (acabó en Xian, donde los guerreros de terracota famosos) y le hicieron pagar una multa astronómica.
Pero nos hemos olvidado de los cristianos de los pueblos, que no tenían armas, ni querían tenerlas, aunque a decir verdad solamente tenían una: la Palabra de Dios.
Rosa Fan Hui, como otros intentó esconderse.
Iba de un lado para otro. De un pueblo a otro, buscando que los boxers no estuvieran por ahí. Pero había muchos y Rosa, un día que pasaba por una pequeña ermita construida por la misión de los lazaristas, se dijo:
«Ya está. Llevo días sin hacer lo que ha dado sentido a mi vida: rezar. Me paro aquí porque no puedo estar eternamente huyendo»
Se quedó todo el día y toda la noche rezando, esperando lo que tuviera que venir.
Por la mañana, a la salida de la ermita, un grupo de boxers la estaba esperando.
Los boxers atacaron despiadadamente a Rosa, que sin poner resistencia alguna seguía rezando, lo que enfureció más a sus perseguidores.
Cogieron sus espadas y la hicieron varias heridas por todo el cuerpo para, poco después, seguir su camino abandonándola a orillas de un canal. Poco después pasó otro grupo de boxers y la remataron sin más.
Fue el 16 de agosto del año 1900. Empezaba un nuevo siglo.
Se conservaron muchos testimonios de campesinos chinos que presenciaron la muerte de estos mártires, abandonados a su suerte por todos.
Eso hizo posible que, cien años después, en el año 2000 se produjera en Roma una celebración para canonizar a 119 mártires chinos de esta persecución de estos años. Entre ellos estaba Santa Rosa Fan Hui, catequista.
Fueron 119 pero representan a, seguramente, los miles que murieron por esas fechas.