En 2013, Pawel Pawlikowski, un director de cine polaco, estrenó una película extraordinaria: Ida.
Ida es una novicia que está a punto de hacerse monja en la Polonia comunista de 1960 pero antes, su superiora la manda un tiempo con la única superviviente de lo que era su familia, una jueza descreída que le explica la historia de persecución de su familia durante la ocupación nazi, ya que eran judíos.
La peli es tan bella que duele.
En Polonia se está haciendo en la actualidad un cine religioso maravilloso que recoge honestamente la trágica historia del país durante el S. XX. Ejemplos de ello son Corpus Christi (2019), Las inocentes (2016) o Katyn (2007).
Es cine serio y excelente, muy alejado de una producción de la RAI hablando de un santo melosamente.
También en 2013 se canonizó a San Juan Pablo II, que había fallecido el 2 de abril de 2005, víspera del domingo de la Divina Misericordia, en su habitación del Palacio Apostólico.
Este (santo) papa polaco (el primer Papa no italiano desde el S. XVI) había sido actor en su juventud y su historia es la historia de su pueblo: una síntesis perfecta de lo que significa coger la CRUZ y caminar.
No habrá película que le haga justicia.
En 1982, este Juan Pablo II del que todavía no se fiaba mucha gente, elevó a los altares a Maximiliano María Kolbe, al que había cierto reparo en hacer santo, ya que no se habían podido autentificar milagros (solamente intercesiones) y al que simplemente se consideraba una especie de héroe por morir como murió.
El papa no tuvo dudas. Sabía perfectamente lo simbólico que sería para Polonia este gesto con todos los inocentes que sufrieron una persecución que pareció no tener fin.
Dijo ese día que «nuestra época ha quedado horriblemente marcada por el exterminio del hombre inocente”. Y no me digáis que no es verdad. Lo seguimos viendo.
En 1960, en pleno proceso para iniciar el Concilio Vaticano II, moría en un accidente de tráfico el Premio Nobel de Literatura, el francés Albert Camus. Tenía 47 años.
Camus era, básicamente, el máximo exponente existencialista; aunque él siempre rechazó esa etiqueta. Tras ganar el nobel (es el tipo más joven que jamás lo ha ganado) decía: “Soy un hombre exhausto y desilusionado. Es imposible vivir sin sentido”. Era un hombre infeliz.
En París, ya cercana su repentina muerte, conoció a un sacerdote un día que entró en una iglesia por curiosear. Empezaron a hablar y según dice su entorno (su entorno era una panda de ateos, ¿eh?) empezó a hacer planes para bautizarse.
En su relato El Verano dejó escrito:
“En el medio del odio me pareció que había dentro de mí un amor invencible.
El medio de las lágrimas me pareció que había dentro de mí una sonrisa invencible.
En medio del caos me pareció que había dentro de mí una calma invencible.
Me di cuenta, a pesar de todo, que en medio del invierno había dentro de mí un verano invencible. Y eso me hace feliz.
Porque no importa lo duro que el mundo empuje en mi contra, dentro de mí hay algo mejor empujando de vuelta.”
El 9 de agosto de 1945 EE.UU dejó caer sobre Nagasaki (Japón) una bomba atómica, tres días después de hacer lo propio en Hiroshima, pero todavía con más potencia.
Maximiliano Kolbe, en su etapa misionera, estuvo en Nagasaki propagando el Evangelio a través de una revista llamada Caballero de la Inmaculada (que traducía al japonés no sé ni cómo) y con un movimiento que había creado: la Milicia de la Inmaculada.
Para los que eran reacios a salir de casa tenía un programa de radio con colaboradores y todo.
Además, en Nagasaki, va el tío y construye un pequeño convento tras una colina. Tras la bomba nuclear no creáis que quedaron muchas cosas en pie en la ciudad nipona. Una de ellas fue el monasterio.
Para que luego le dijeran de milagros.
Cuatro años antes, en 1941, sucedió el acontecimiento principal por el que ha pasado a la Historia.
Los nazis habían invadido Polonia y su objetivo primero fue reunir en guetos a la población judía numerosísima que había en el país. Tras aquello vieron que era mejor trasladarlos a campos de concentración para, literalmente, eliminarlos.
Cuando creían que ningún judío se había librado pues empezaron con otras gentes. Gitanos, homosexuales, cristianos…
Le tocó a Maximiliano Kolbe, que había vuelto de Japón para seguir con su misión de apostolado en su país.
Acabó, como muchos otros, en Auschwitz.
Ya en el campo de concentración uno de los presos, una noche huyó por su cuenta.
El comandante de Auschwitz, rabioso perdido, quiso escarmentar al resto y eligió 10 reclusos para encerrarlos en una celda y dejarles morir de inanición.
El hombre del que os he hablado antes, Franciszek Gajowniczek, un padre de familia, fue uno de los elegidos. Maximiliano Kolbe, al enterarse, sugiere al comandante que prefiere ser él en vez de Gajowniczek quien entre en esa celda.
Como si la Gracia también, y momentáneamente, se apoderara del comandante, este acepta y Kolbe ingresa con los otros nueve hombres.
Tras dos semanas todos han muerto. Todos menos él, que continúa rezando el rosario, cosa que había hecho con el resto de compañeros durante esos días continuamente.
Se deciden a sacarlo, como a los tres jóvenes del horno de Nabucodonosor, pero le asesinan con una inyección de fenol el día 14 de agosto de 1941.
Hoy hace 80 años. Como Camus, Kolbe también tenía 47 años.
Ruega por nosotros «mártir de la caridad».