Gaspar de Portalá, un militar ilerdense de noble cuna, fue nombrado en 1768 gobernador de Las Californias.
Nadie sabía lo que abarcaba ese territorio: únicamente se sabía que había una baja y una alta California. Y que aquello era muy grande.
Lo que en principio era una misión para hacer cumplir la orden del rey Carlos III de expulsar a los jesuitas de la zona se convierte en una aventura para Gaspar, que pasa a inspeccionar el territorio acompañado de un contingente pequeño de soldados y de dos misioneros franciscanos: Joan Crespí y Fray Junípero Serra.
Fundan San Diego y Monterrey y tras eso llegan en agosto de 1769 a una zona con un enorme lago y una enorme playa de cara al Pacífico. Los indígenas llaman a ese lago Kuruvungna, pero los dos misioneros, «en honor a las lágrimas que Santa Mónica derramó por la impiedad de su hijo» bautizaron toda la zona como Santa Mónica.
Y es que la madre de San Agustín, nacida en Tagaste (hoy Argelia), no lo tuvo fácil con su familia. Ya veréis.
Lo de las lágrimas no es un mito. Se la liaban todos.
Se había casado jovencísima con un hombre llamado Patricio. Este era un hombre, digamos que muy temperamental; y eso siendo finos.
Estaba todo el día de farra y volvía a las mil. Cometió adulterio varias veces. Y era público y notorio que despreciaba a su esposa.
A Mónica, le salvó que era cristianísima. Hacía limosnas y todas las buenas acciones que os podáis imaginar para que su marido se convirtiera.
«Pero, Mónica, deja de gastar dineros en tontás. Que lo necesito para invitar a mis amigos a vinos» le decía Patricio.
Pero Mónica a lo suyo.
Y lo suyo, tuvo recompensa.
Poco antes de morir, Patricio, misteriosamente, como todo lo relacionado con una conversión, pidió bautizarse. Y en su lecho de muerte pidió perdón a su esposa por todo lo que le había hecho.
Ojo porque Mónica había tenido sus dudas. Tantas que hasta ella misma se dice que había recurrido al vino para aliviar sus penas. Pero ocurrió que la sorprendió bebiendo una criada: «pero señora…» y desde ese momento no volvió a probar el alcohol.
Era un poco mirada Santa Mónica pero os digo yo que menos mal porque lo mejor en su vida estaba todavía por acontecer.
Al morir Patricio, en el año 371, Santa Mónica se centró en un hijo que tenía que era un tío muy extraño.
Era un empollón de libro pero a la vez, y sacando los genes de su padre, un vividor. Un gambitero de mucho cuidado, que dirían en Muchachada Nui.
Se llamaba Agustín y aunque Santa Mónica era de las que confiaba vio que este iba a ser un hueso duro de roer cuando le trajo un niño a casa diciendo que era su nieto y que lo había tenido con una mujer que frecuentaba la secta maniquea de la que formaba parte…
Vaya tela, Agustín. Vaya disgustos que le diste a tu madre.
Un día Santa Mónica lo echó de casa porque quiso incluso convencerla de hacerse maniquea.
Agustín estaba sin control.
De todos modos, al echarlo, Santa Mónica experimentó una visión donde entendió que se reconciliarían y que su hijo volvería al redil.
Siguió rezando y llorando por los pecados de su hijo un tiempo más pero comprendió que no era suficiente: preguntó por Tagaste dónde andaba Agustín y le dijeron que había ido a Roma a no sé qué.
Ni corta ni perezosa decidió seguirle la pista. «Hasta con el Papa voy a hablar si es necesario».
Y bueno, casi casi, ¿eh?
En el viaje entre Roma y Milán, Mónica iba pensando que iba a utilizar todos sus recursos de mujer de familia patricia y de cristiana de vanguardia para hacer que su hijo escuchara.
Pidió audiencia con San Ambrosio, una vez que estaba ya en Milán:
«Mire, monseñor, mi hijo tiene buen corazón y es muy listo pero está muy engañado por el demoño y los placeres de la vida. Si usted pudiera hablar con él…» le dijo Santa Mónica a San Ambrosio.
«Ya he oído hablar de él por la ciudad, le voy a hacer llamar y se va a enterar ese diablillo» le contestó Ambrosio, que estaba liadísimo con las obras de su basílica y con los arrianos que había por todos lados.
Como San Ambrosio tenía un pico de oro y gran capacidad de convicción Agustín se convirtió y decidió bautizarse allí en Milán.
Mónica había llevado a Adeodato, el hijo de Agustín, hasta Milán por si su hijo todavía se resistía así que mientras Agustín se preparaba para el bautismo vivieron en Milán un tiempito.
Yo imagino que para nuestra santa fueron los momentos más felices de su vida: en familia y bien avenidos. Gustazo que se dio.
En el 387 Agustín, con 33 años, se bautizó y junto a su madre y su hijo emprendió camino hacia África.
En el puerto de Ostia, cuando iban a embarcar, a Santa Mónica le dio un síncope y murió.
Es patrona de las madres sufrientes (es decir, de todas) y modelo dentro de las familias cristianas.
Iba a poner que como telonera de su hijo San Agustín (el 28 de agosto es su fiesta) no tiene precio. Pero qué leches, por Santa Mónica se convirtió uno de los santos más importantes de la historia de la Iglesia.
Así que de telonera nada. ¡Viva Santa Mónica!