David Salaverría En 1951, Alfred Hitchcock estrenó una película llamada Extraños en un tren, basada en la novela homónima de una tal Patricia Highsmith.
Digo una tal porque hasta ese momento todo lo que había escrito Patricia no se lo había leído nadie, fundamentalmente porque eran comics. Pero, en fin, cosas de la vida, todo lo que escribió después ha sido leído, releído y traducido a lo largo del mundo entero.
Con el dinero que ganó con la adaptación al cine de Hitchcock, Patricia se dio una vuelta por Europa, pasando una temporada en Nápoles, de donde sacó la inspiración para escribir su siguiente novela: El talento de Mr. Ripley (1955).
Si no has viajado a Nápoles, la atmósfera de la novela (también de la película) te atrae hacia esa zona que vigila el volcán Vesubio; sí, aquel que sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano bajo la lava en el año 79.
Son lugares prodigiosos, que actúan como imán.
Eso mismo le ocurrió a la verdadera protagonista del día, Santa Patricia, que siendo de Constantinopla acabó siendo enterrada y (muy) venerada en Nápoles.
Patricia, como su propio nombre indica, era de familia bien. Rebien, mejor dicho.
Vivía en la corte de Constantinopla ya que era pariente cercana del emperador de aquella época: Constante II (641-668).
Lleno de constantinos, constantes, constanzas… está el imperio bizantino. No me preguntéis por qué. Son modas.
Con Constante II, apodado el Barbado, el imperio estaba tocando fondo. Pero aún así continuaba con sus intrigas palaciegas, deporte oficial de la nobleza de toda la vida.
Una de estas tretas consistía en emparejar a familiares para conseguir influencias con gentes importantes. Patricia no se iba a librar de semejantes tejemanejes.
Con lo que no contaba el Barbado era que, Patricia, había hecho voto de virginidad por su cuenta y que, por lo tanto, tenía otros planes.
Tanta era la presión que un día cogió lo primero que pilló, a su asistente Aglaia y embarcó hasta Roma implorando la protección del papa Liberio.
Liberio encantaó porque estaba un poco a malas con Constante II desde que este había matado a su propio hermano Teodosio y había puesto, durante un tiempo, la capital en Siracusa.
«Esta es tu casa, hija mía» le dijo Liberio a Patricia.
Patricia, en ese viaje, ya había pasado por Nápoles, donde había visitado un monasterio que ya no existe y que se llamaba de San Nicandro y San Marciano. «Aquí quiero ser enterrada» le dijo a Aglaia.
Cuando el padre de Patricia murió, volvió durante un tiempo a Constantinopla para honrarle, que le había dejado muy solo en la corte imperial.
Aprovechando el viaje, repartió su herencia entre los pobres de Constantinopla y renunció a cualquier pretensión real.
Luego se dispuso a volver a Roma, donde se había consagrado definitivamente junto a su inseparable Aglaia como virgen.
El tema es que no llegaron a Roma porque un naufragio las hizo capotar justamente en Nápoles.
El viaje había sido muy accidentado y Patricia llegó ya enferma y muy cansada, a pesar de que tenía apenas 20 años.
Tras unos días de incertidumbre murió en la islita de Megaride, frente a Nápoles, el 25 de agosto del año 685.
A su funeral imaginaos la gente que fue.
«Que se ha muerto Patricia, la consagrada pariente del emperador, la entierran mañana en Caponapoli, pásalo» se decía por todos lados.
Y más o menos conocemos lo exagerados que son en Nápoles.
En el monasterio quedaron sus restos, que por cierto, permanecen incorruptos tras 1500 años casi.
Eso sí, los trasladaron de lugar, a un sitio hecho especialmente para ella y que hoy se llama San Gregorio Armeno, también en Nápoles, ¿qué os creíais?
En fin, el pueblo de Nápoles, que de líos y tragedias sabe un rato (también de redenciones) le atribuye muchos milagros que han protegido a la ciudad desde hace siglos.
Son así los napolitanos. Llegas y ya eres uno más. Y si eres uno más, haces milagros.
Aparte de su cuerpo se conserva un diente de la santa. Cada 25 de agosto, al igual que la sangre de San Jenaro (o de San Pantaleón), mana sangre de ese incisivo de Santa Patricia.
Yo me quedo con la predilección de la santa por Cristo despreciando todo lo que el mundo le podía ofrecer (que no era poco). También me quedo con lo de volver a Nápoles…
