CUARESMA DEL SEÑOR

Queridos hermanos, comenzamos hoy el tiempo de cuaresma.

Como sabemos, los tiempos litúrgicos no son un simple espectáculo externo por el que cambiamos las formas de celebrar, los cantos, los colores, etc., para no resultar aburridos por hacer siempre lo mismo. La Iglesia es mística pero también realmente un solo Cuerpo: el Cuerpo de Jesús; cuya cabeza está en el Cielo glorificada y cuyos miembros ansían el momento de ser glorificados junto a Él. Durante el tiempo de Cuaresma, la Iglesia se adentra en una dimensión maravillosa, una dimensión desde la que contempla con ojos de asombro el gran combate a muerte de Jesús contra el Diablo, que desemboca en derrota definitiva de éste último en la Pascua, la deificación de la carne mortal de Cristo por su docilidad a la voluntad del Padre y el derramamiento del Espíritu Santo por el que todo esto que “vive” Cristo, lo recibimos realizado también en nosotros, convirtiéndonos en criaturas nuevas, en “otros Cristos” para el mundo por la inhabitación constante en nosotros de la Santísima Trinidad.

De la misma forma que Cristo fue llevado al desierto por el Espíritu Santo con el propósito de que fuera tentado por el Diablo y así vencerlo, también en cada generación, la Iglesia, que es cuerpo real y místico, es llevada junto a la Cabeza al desierto cuaresmático por el Espíritu Santo para que Jesús, en cada generación, renueve su victoria sobre el diablo. Esto se visibiliza especialmente durante este tiempo litúrgico “acompañando a Jesús” por medio del ayuno, la oración y la limosna. No para demostrarle nada, sino porque es lo que Él ha decidido hacer y nosotros como cuerpo suyo que somos, le seguimos y lo hacemos con Él.

Por eso la Cuaresma muestra dos aspectos que es relacionan entre sí: por un lado, la penitencia individual de cada cristiano, que es invitado a intensificar la oración, el ayuno y la limosna, así como otros ofrecimientos y sacrificios; por otro lado, la penitencia comunitaria, en la que cada cristiano, como miembro de la Iglesia, ayuna, ora y da limosna cuando lo hace toda la Iglesia y porque es Iglesia. Es por eso que, a las penitencias y sacrificios que a nivel individual realizamos durante este tiempo, se deben unir, sin sustituirlas, las penitencias y sacrificios que ofrecemos no porque “queremos” o “nos parecen” apropiadas, sino porque somos Iglesia y hacemos y vivimos lo que la Iglesia hace y vive mientras acompaña a Jesús salvando al mundo entero.

«Nuestras existencias están en profunda comunión entre sí, entrelazadas unas con otras a través de múltiples interacciones. Nadie vive solo. Ninguno peca solo. Nadie se salva solo. En mi vida entra continuamente la de los otros: en lo que pienso, digo, me ocupo o hago. Y viceversa, mi vida entra en la vida de los demás, tanto en el bien como en el mal. Así, mi intercesión en modo alguno es algo ajeno para el otro, algo externo, ni siquiera después de la muerte»

Benedicto XVI, Spe Salvi, 48.

A su vez, a este carácter penitencial particular del tiempo de Cuaresma, visible por nuestra sobriedad en la comida, la bebida, las palabras, etc., e intensidad en la oración, las celebraciones comunitarias, etc., se añade, además, el carácter esencialmente cristocéntrico. En la Cuaresma, como en cualquier otro tiempo, Jesús es el “centro”, no nosotros. Los ayunos, las penitencias, las oraciones, lo que nos ocurre, nuestros sufrimientos o enfermedades, etc., no giran en torno a nosotros, sino en torno a Jesucristo. Es Él quien ayuna, quien ora, quien se abstiene, quien da limosna, quien sufre, quien enferma. ¡Somos nosotros los que giramos a Su alrededor y le acompañamos! Porque, por el Bautismo, estamos unidos a Él y hacemos lo que Él hace. Por eso éste es también un tiempo de combate contemplativo en el que toda la Iglesia en general y cada cristiano en particular se sitúa detrás de Jesucristo, viéndole luchar contra el Diablo por amor a nosotros, en nuestro lugar; y contemplando como Él vence al Diablo por el amor que nos tiene.

Por desgracia, muchas veces, movidos por nuestro «deseo de ser el centro» de todo, convertimos la Cuaresma en un tiempo de autosuperación personal, en el que intentamos vencer nuestros vicios y pecados personales con nuestro propio esfuerzo, mientras tratamos de alcanzar o desarrollar aquellas virtudes que deseamos o admiramos. El problema viene porque, mientras dedicamos todas nuestras energías a esta tarea, perdemos la oportunidad de disfrutar del combate que Cristo mantiene contra el Diablo; la oportunidad de verle combatir por nosotros, de verle vencer por nosotros, ¡por amor a nosotros!

¡No somos nosotros quienes vencemos al Diablo, es Cristo quien le ha vencido! Pero, entonces, ¿por qué me sigue tentando? ¿Por qué no soy humilde? ¿Por qué sigo siendo un criticón, un envidioso, un rencoroso…? ¡Porque sigues empeñado en querer ser tú el que luche y venza a un enemigo que te supera con creces en inteligencia, astucia y poder, en vez de meterte dentro de Cristo y dejar que sea Cristo quien le venza por ti. ¡Sólo un hombre ha vencido al Diablo y ese hombre es Jesús, no tú! La Cuaresma es un tiempo fascinante en el que se nos ofrece la posibilidad de elegir entre dos caminos: o seguir intentando (como siempre) vencer al demonio sin ningún éxito (al menos duradero); o, por el contrario, meternos en la intimidad del corazón de Cristo y observar cómo Él le vence por amor nosotros, mientras nosotros gozamos admirados de su profunda amistad incondicional.

El evangelio del Primer Domingo de Cuaresma nos presenta justamente este combate de Jesús, un combate condensado en tres tentaciones capitales en estrecha relación con el mandato del “Shemá”: “Escucha, Israel, amarás al Señor tu Dios con todo tu CORAZÓN, con toda tu MENTE, con todas tus FUERZAS” (cf. Dt 6, 4-9). En cada tentación, Jesús vence al diablo amando a Dios con todo su corazón (frente a la tentación de exigir milagros), con toda su mente (frente a la tentación de cambiar la historia que Dios ha diseñado), con todas sus fuerzas (frente a la tentación de poner nuestra seguridad en el dinero y los ídolos). Esta victoria es de Cristo, ni siquiera Israel en toda su historia milenaria ha sido capaz de vencer aquí… ni tú o yo, en nuestra corta historia personal, lo haremos jamás mientras creamos que somos nosotros quienes debemos hacerlo.

Hermano, permíteme decirte que JESÚS ES EL ÚNICO QUE LLEVA A CABO EL SHEMÁ. Sin embargo, lo que viene tras su cumplimiento, Jesús nos lo ofrece gratuitamente como “añadidura” prometida a quien busca “el Reino de Dios y su Justicia”. Pero, ¿qué es el Reino de Dios? ¿Cuál es su Justicia?

¡JESÚS ES EL REINO DE DIOS! El Reino de Dios no es una institución, ni una forma de gobierno, ni una forma social de relacionarnos. ¡El Reino de Dios es una persona: Jesús! Un hombre en quien habita Dios permanentemente. Un hombre que vive de ser Hijo de Dios y no de su propia perfección moral. Buscar el Reino de Dios es meternos de lleno en esta relación Padre/Hijo, por la que el Padre habita en Jesús y Jesús en el Padre. Una relación de gratuidad, de confianza incondicional, de dependencia absoluta del Padre. Buscar el Reino de Dios, en definitiva, es aceptar que Jesús quiere ser tu amigo íntimo sin ponerte condición alguna, aceptar que Él quiere ser uno contigo gratuitamente, a pesar de ser quien eres, ¡a pesar, incluso, de tus pecados! Porque, junto al Reino, se nos invita a buscar también “su Justicia”, ¿qué justicia?

¡LA JUSTICIA DE LA CRUZ! La Justicia del Reino de Dios es el perdón total y absoluto de tus pecados por medio del sacrificio de Cristo. Por eso, los cristianos buscamos constantemente, no nuestra perfección moral ni nuestra autojustificación o autorrealización personal por medio de obras que nos den caché delante de Dios, sino que buscamos simplemente la amistad íntima con Jesús, que nos ama tal y como somos, a pesar de quienes somos, conscientes por experiencia (no por intelectualismo) de que nuestros pecados no son un impedimento para que Él nos ame, antes bien, son la razón por la que nos ofrece su amistad gratuita e incondicional. Él quiere que le demos nuestros pecados, que se los “transmitamos” a Él (como hacía el pueblo judío imponiendo sus manos sobre la cabeza del cordero antes de ser inmolado en la fiesta del Yom Kippur) y que le dejemos que Él nos transmita Su Vida, es más, que Él viva en nosotros. Si Jesús vive en nosotros, Él vence al Diablo en nosotros, Él realiza el Shemá en nosotros; y nosotros, asombrados y apasionados por esta forma de ser y actuar de Dios, inmerecida, incondicional y gratuita, únicamente le alabamos y le damos gracias. Viviendo Él en nosotros, viene con Él la “añadidura”, la “herencia”, de la que podemos disfrutar.

Por eso, hermanos, al empezar este tiempo de Cuaresma, quisiera invitaros a buscar incansablemente la intimidad con Jesús (el Reino de Dios) y darle a Él vuestros pecados (y su Justicia), sabiendo que, a cambio, Él nos ha prometido una añadidura, la Vida Eterna. Una “vida capaz de vivificar” a todo el que entra en contacto con ella. ¿No es alucinante esto? ¡Ser portadores de Vida Eterna y transmitirla, contagiarla, a todo aquel que nos toque! Eso es ser cristiano, “ser otro Cristo”, hombres y mujeres que ya no viven para sí mismos, ni para sus propios razonamientos o costumbres, sino únicamente para Aquel por el que han sido amados. Hombres y mujeres que pueden decir: “ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí” (Ga 2, 20).

¡Feliz Cuaresma del Señor a todos!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.