El Evangelio de este domingo me ha hecho pararme a pensar. En él, aparecían tres hombres: Lázaro, Abraham y un hombre rico.

Lázaro es descrito como «un hombre pobre» que vive a las puertas del hogar del hombre rico. En hebreo a este tipo de personas se les llamaba ‘anawim (עֲנָוִים), «humildes, pobres», que genera también la palabra ‘inuyam (עִנּוּיָם), «sufrimiento, tortura, penuria».

Lo primero que veo, por tanto, es la contra posición entre uno que vive en abundancia y otro que vive en pobreza. Encuentro también una diferencia entre ambos. El «rico» no tiene nombre, mientras que el «pobre» sí: Lázaro. Este nombre deriva del hebreo ‘el-e’azar (אלעזר) y significa «ayudado/auxiliado por Dios».

El nombre en la Escritura es importantísimo. En hebreo, «nombre» se dice שֵׁם (shem) que también forma la palabra שָׁם (sham, «allí») y que, a su vez, es la raíz de la palabra shamáyim (שָׁמַיִם, «cielos»). ¿Por qué tienen las mismas letras «nombre» (שֵׁם) y «allí» (שָׁם)? Porque el nombre nos muestra el destino, nos da dirección en la vida, un allí al que llegar. Ese «allí pleno» es lo que llamamos «Cielo», en hebreo shamáyim (שָׁמַיִם), el lugar de los «nombres plenos», el «allí definitivo». Para Lázaro la dirección de su vida, el motivo de su existencia radica en vivir siendo «ayudado por Dios».

Por su parte, el rico no tiene nombre. Vive sin identidad, sin dirección en su vida, sin un destino al que llegar. Sí, es un ‘asher (עָשִׁיר, «un rico») que vive en ‘osher (עוֹשֶׁר, «abundancia»), pero sin saber por qué ni para qué. Lo que tiene no le sirve para conocer su identidad ni para caminar y alcanzar su destino definitivo.

Hace ya mucho tiempo, me enseñaron a hacerme una pregunta cada vez que leyera un texto de la Biblia. Esa pregunta es: «¿Dónde estás?». Es la misma pregunta que le hizo Dios a Adán en el paraíso tras el pecado original. Esa pregunta me ha ayudado en mi vida.

Todos corremos el peligro de convertir la Biblia en una especie de libro de autoayuda en el que se nos dicen cosas que tenemos que hacer, cambiar o comprender para lograr la autosuperación personal y así ser mejores personas.

Sin embargo, si os fijáis bien en la escena evangélica de hoy, a mí me llama mucho la atención que Jesús no realice ningún tipo de juicio, ni opine sobre el tipo de vida que llevaban ni el rico ni Lázaro. No dice que el rico obraba mal por vestir de lino y celebrar banquetes, ni que Lázaro obraba bien por vivir en penuria (eso lo introducimos nosotros, que somos unos moralistas, al ver que uno se condena y otro se salva, pero Jesús no lo dice). Ni siquiera transmite la idea de que el rico se habría salvado si hubiera hecho algo por Lázaro (que es lo que solemos pensar la mayoría al leer este Evangelio y querer sacar una enseñanza para la vida). Abraham, que es quien pronuncia afirmaciones claras, únicamente señala que uno recibió bienes en la vida y otro males. De manera, que al primero le toca ahora sufrir y al segundo ser consolado.

Es decir que, en mi opinión, el Evangelio de hoy me muestra a dos personas que tienen algo en común: los dos recibieron de Dios algo en sus vidas. Uno, abundancia; otro, pobreza. Y algo que les diferencia, uno tiene nombre y el otro no.

Lázaro aprovecha lo que recibe en su día a día (pobreza) para vivir la identidad que Dios le ha dado: ser «ayudado por Dios». Camina en esa dirección. La pobreza le ayuda a realizar su misión en esta vida y alcanzar su destino: «vivir del auxilio de Dios». El rico, en cambio, no es capaz de aprovechar la abundancia de su día a día para vivir su identidad ni caminar hacia ningún destino.

Ahora bien, ¿dónde estás? Porque no creo que Jesús en esta palabra se esté refiriendo a que debemos compartir nuestros bienes con los pobres o dar limosna para salvarnos (ya hay otros lugares en los que habla del amor al prójimo). ¡La salvación se te ofrece gratis, no a cambio de algo! Lo que creo que Jesús muestra en esta parábola es que ¡descubramos que lo que nos ocurre diariamente tiene sentido! Que aprovechemos lo que Dios nos da cada día (ya sea salud o enfermedad, riqueza o pobreza, alegría o sufrimiento, trabajo o paro, etc.) para caminar hacia nuestro destino, hacia la plenitud de nuestro ser que es ser un «lázaro», es decir, depender completamente del auxilio de Dios, de Su Misericordia. ¡Vivir constantemente de Su Misericordia! No querer vivir de otro modo, ni de la propia perfección, ni del esfuerzo personal por autosuperarnos, sino vivir sólo de la Misericordia de Dios.

¡Yo no quiero ser perfecto! ¡Yo no quiero ser mejor persona! ¡Yo solo quiero ser amado!

¡Solo quiero vivir siendo amado por Dios, perdonado por Dios, restaurado por Dios!

Fíjate que «el rico», cuando se encuentra en el infierno, pide a Abraham que mande a Lázaro a avisar a sus hijos para que no acaben en el infierno también, con la excusa de que si ven vivo a un muerto, creerán. Pero Abraham le responde de una forma muy rara: «tienen a Moisés y los Profetas». ¿Qué significa esto? ¿Es que hay que leerse, aprenderse de memoria y poner en práctica todo lo que dijeron Moisés y los Profetas? ¿Qué tienen en común Moisés y el resto de los Profetas? Que todos ellos anunciaron que Dios enviaría al Mesías, es decir, un hombre «nacido de Mujer» que destruiría a nuestro Enemigo, aplastando su cabeza, la raíz de su poder sobre nosotros, para devolvernos una relación limpia de suspicacias entre Padre e hijo y que nos habían arrebatado con engaños, llevándonos a vivir huérfanos, sin sentido, sin dirección, sin identidad, sin paternidad.

Quizá pienses, «uy que lioso». El rico también debió de pensarlo, porque consideró que era mejor que se les apareciera un muerto. Ver vivo a un muerto haría que sus hijos creyeran en el más allá, en que hay un destino al que llegar. Pero Abraham le respondió otra vez de forma rara: «si no creen a Moisés y a los Profetas», es decir, si no creen que necesitan que les venga a visitar un Salvador, Jesús; si siguen creyendo que deben salvarse por sus propias fuerzas y cumplimientos… dará igual incluso que Jesús resucite y se les aparezca, porque seguirán viviendo en su esfuerzo, en vez de aceptar la salvación y el perdón ofrecidos por Jesucristo. Seguirán enfocados en sí mismos. En vez de vivir con alegría, de la Misericordia ofrecida por el Mesías, vivirán con frustración y miedo, en el constante esfuerzo de autosuperarse y lograr ser mejores personas. Vivirán en el culto a sí mismos, tratando de huir de la condenación, no por amor a Aquel que trae Salvación, sino por miedo a Aquel que castiga con condenación.

¿Dónde estás tú hoy? ¿En Lázaro o en el rico? ¿Viviendo de la misericordia del Mesías o de tu propia perfección? ¿De la esperanza en Cristo o de la esperanza en tu propio esfuerzo? (o quizá desesperado ya, por no ser capaz). ¿Eres un anawim (un pobre que vive de lo que Otro le ofrece) o un asherim (un rico que vive de la abundancia de sus obras)? ¿Aprovechas lo que Dios te da en la vida (inteligencia, salud, enfermedad, alegría, sufrimiento, riqueza, pobreza, trabajo, paro, etc.) o vives todo esto sin sentido alguno ni dirección?

La Palabra de Dios no viene a decirte qué tienes que hacer para ser mejor, sino a situarte en la realidad de tu vida actual. A iluminar tu situación personal. A ofrecerte la posibilidad de descubrir que aquello que Dios te da en tu día a día (sea abundancia o carencia de algo) es para darte un nombre, sentido y dirección: vivir «ayudado por Dios» (Lázaro) y rescatarte del infierno de ser un sin nombre, alguien sin sentido ni dirección en su vida.

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