Pentecostés

Estamos a una semana de celebrar la gran «minusvalorada» fiesta de Pentecostés. Digo «minusvalorada» porque en mucho ambientes es tratada como una fiesta más entre otras muchas, como lo puede ser la Exaltación de la Cruz, la Asunción de nuestra Madre, etc. (sin menospreciar la importancia de estas fiestas, claro está). Sin embargo, la fiesta de Pentecostés está a la altura de la Pascua, son dos caras de la misma moneda. Pentecostés no tiene sentido sin la Pascua, pero la Pascua es irrelevante, y en cierta manera ineficaz, sin Pentecostés.

¿Por qué digo esto? Porque en la Pascua celebramos un acontecimiento histórico, grandioso, único… que le ha sucedido a otro, no a nosotros. Le ha ocurrido a Jesús. Es como si nuestro mejor amigo, al que más queremos y que sabemos que se encuentra en una situación precaria, nos llama para decirnos que le ha tocado el Gordo de la Lotería. ¡Nuestra alegría sería inmensa! ¡Es nuestro amigo! ¡Aquel a quien más queremos! ¡Aquel por quien sufríamos por su dolor! Y, ahora, su sufrimiento terminó! Tiene tanto dinero que podrá deshacerse de todas sus deudas y, aún así, seguir viviendo de lo restante. «¡Qué bien! Si es que ¡me alegro un montón! ¡Joe, tío, de verdad, es que te lo mereces! ¡Cuánto me alegro!».

Entonces, nuestro amigo nos dice que se va a vivir a EEUU, pero que dentro de unos días recibiremos algo de su parte. Nuestra alegría y asombro, se mezclaría con nostalgia, no vamos a poder ver a nuestro amigo en persona, tocarle, abrazarle, tomar unas cervezas con él… pero, aún así, estamos alegres porque sabemos que podrá valérselas por sí mismo. Ese regalo que nos promete, no sabemos qué será. Quizá una carta; o tal vez un billete de avión para ir a verle… es imposible saber qué será. Algo que me dará fuerza, pero ¿qué?

Hasta aquí… esto es la Pascua. ¿Me entendéis? Contemplar lo que le ha ocurrido a otro al que queremos muchísimo y alegrarnos de su alegría. Pero nada más. Nuestra vida sigue igual. No ha cambiado lo más mínimo. Sí, nos hemos alegrado. Nos hemos asombrado… pero ya. También nosotros tenemos problemas, deudas, asuntos, personas a las que enfrentar y atender. Con el tiempo, aquel suceso de la Lotería de tu amigo quedaría en un recuerdo, aun te alegraría recordarlo en tus conversaciones con otros, pero cada vez es más distante, tiene menos fuerza. Se convierte en una anécdota asombrosa, pero al fin, anécdota.

Muchos católicos vivimos en este estado constante. Cada Noche de Pascua es como si se nos comunicara que a nuestro mejor amigo le ha tocado la Lotería y su vida ha cambiado por completo. ¡Nos alegramos! ¡Se lo decimos a otros! Pero a medida que pasa el tiempo, volvemos a nuestros quehaceres, a nuestros sufrimientos. Esta noticia no nos cambia la vida por sí misma. Es más, a medida que cada año se nos da la misma noticia, incluso puede perder su fuerza, nos acostumbramos, ya ni nos sorprende. «¡Sí, sí! Ya lo sé. Que le tocó la lotería. Me alegro, muy bien, sí… pero, ale, venga, que tengo que seguir con mi vida».

Imagina que, una semana después de irse tu amigo a EEUU, te llama y te dice: «Oye tú! Mira que, mucho antes de que me tocara nada, me hice la sincera promesa de que, como te quiero tanto, si me tocase el Gordo de la Lotería invertiría todo en un proyecto de desarrollo científico de la NASA que pretende conseguir la unión de conciencias entre las personas. ¡Así que lo he hecho! Es más, esta inversión ha hecho que se duplique aún más mi dinero. ¿Increíble, no? Y, ademas, ¡lo han conseguido! Y, como te quiero tanto y te hecho tanto de menos (ahí, yo ya estaría llorando), he decidido que quiero que nos unan a ti y a mí, así tú estarás dentro de mí y yo estaré dentro de ti. Tú estarás donde yo esté y yo estaré allí donde tú estás, ¡podremos estar juntos todos los días y disfrutar el uno del otro en todo momento! Tu felicidad será la mía, y la mía tuya, tus agobios serán los míos y los tuyos míos… es más, como vamos a estar tan unidos a partir de ahora, te he puesto como titular de mi cuenta bancaria y copropietario de todos mis bienes personales y de toda mi herencia… porque, ya que desde ahora yo estaré dentro de ti y tú dentro de mí, ya no necesito reservármela para mí, quiero usarla allí donde tú estés y quieras usarla y quiero que la uses allí donde yo estoy y quiera yo usarla! ¡No pierdo nada y, encima, te gano a ti! ¿Te parece?» (no sé cuánto queréis vosotros a vuestro mejor amigo. Yo sí sé lo que quiero al mío. Y, si pudiera estar dentro de él y él dentro de mí, yo firmaría donde sea sin pensármelo dos veces. Y eso que es humano como yo. ¡Cuánto más Jesús!).

Desde ese momento, tú y tu amigo sois una sola persona. Tú estás dentro de Él y Él dentro de ti. Todo lo suyo es tuyo y todo lo tuyo es suyo. ¿Seguirías con tu vida como hasta ahora? ¿No se lo contarías a todo el mundo? ¿No le ofrecerías esta posibilidad a todo el mundo?

Esto, hermano, ¡ES PENTECOSTÉS!

«La promesa que Dios hizo a nuestros padres, la ha cumplido en los hijos… esto es lo que estáis viendo y oyendo… la Promesa es para vosotros y para vuestros hijos y para todos los que están lejos, para cuantos llame el Señor Dios nuestro» (cf. Hch 2, 33.39). Ya no se trata de que Jesucristo haya resucitado, sino de que ÉL ME HA RESUCITADO CON ÉL y ahora desea vivir dentro de mí y compartir conmigo, sin restricciones, toda su herencia, todos sus bienes, todo lo que Él, por derecho propio, ha recibido de su Padre. E igual que quiere hacerlo conmigo, ¡lo quiere hacer contigo!

Naturalmente, no es algo que se consigue intelectualmente. El intelecto, la reflexión únicamente están al servicio de esta verdad… al meditar, al reflexionar sobre ello… lo saboreamos y eso hace que nuestro corazón lo desee cada vez más, se deleite cada vez más, se desborde de gratuidad inmerecida y desee con ardiente deseo que llegue el día en que esta unión sea tan, pero tan perfecta, que nadie pueda distinguir la diferencia entre mi amigo y yo.

Pentecostés es una gracia que se nos ofrece gratuitamente. Aquí no sirve el esfuerzo, sino el deleite. Pero, si no entendemos Pentecostés, ¿cómo nos vamos a deleitar? Y, si no nos deleitamos, ¿cómo lo vamos a desear? Y, si no lo deseamos, ¿cómo vamos a creer que es posible? Y, ya sabemos que sin fe… Jesús no obra milagros. Los milagros no eran producto del poder personal de Jesús, sino de la fe existencial de la persona que se acercaba a pedírselo. «Tú fe te ha salvado», «tu fe te ha curado», «que ocurra según tu fe«, «todo es posible para quien tiene fe«, eran las muletillas constantes de Jesús ante quienes pensaban que era Él quien repartía milagros y que debían ganárselo de alguna manera). La fe no es simplemente algo que nos hace creer que Dios existe y es bueno. La fe tiene «dimensiones»:

  • Una dimensión es creer que Dios existe.
  • Otra que Dios es bueno.
  • Otra que Jesús es Dios.
  • Otra que Jesús resucitó.
  • Otra que los dogmas de la Iglesia son la verdad.
  • Otra que el Magisterio es quien interpreta sin equívocos la Sagrada Escritura.
  • Otra que en Jesús son perdonados tus pecados.
  • Otra que en Él son curadas las enfermedades.
  • Otra que en Él son sometidos todos los demonios, de cualquier clase.
  • Otra que en Él somos Él y podemos hacer las mismas obras que Él. Esto incluye: milagros, prodigios y signos; expulsiones de demonios y… el más importante grado de identificación: ser crucificados (literal o alegóricamente) por nuestros enemigos mientras les amamos y ofrecemos nuestra vida a cambio de la suya.

Y así, podría seguir profundizando cada vez más (bastaría con añadir «que AHORA MISMO ÉL ME perdona, ME cura, ME somete» para establecer otro nivel de profundización en la fe). Todos podemos recibir el don de la fe, pero no a todos se nos da en el mismo grado de profundización en la fe. Es un misterio. A cada uno se le da la fe en un grado, pero a todos se nos da para que desde ahí… nos aventuremos a profundizar en ella cada vez más, según el Espíritu nos va impulsando.

¡Esto es Pentecostes! La oferta del Padre de hacer que Toda la Plenitud de Dios habite dentro de ti y toda tu plenitud habite dentro de Él. Disponiendo Él de todo tú y tú de todo Él.

¿Lo quieres? ¿Lo deseas? Pues dale vueltas, regocíjate en esta verdad, y solo de gustarlo tu corazón se irá abriendo gradualmente por el deseo, sin necesidad de esfuerzos ni moralismos, a ser más y más de Él y Él más y más tuyo. Respeta a tu corazón, no puedes obligarle. Está herido y tiene miedo, por lo que no se abrirá de golpe. Deja que sea Dios quien le seduzca y no quieras imponérselo. Con el tiempo, en el tiempo de Dios, serás santo y ya no sabrás si vives tú o es Cristo quien vive en ti (Ga 2, 20).

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