Atención, atención. Hoy traemos a la palestra un santo samaritano, como la mujer del pozo del evangelio de San Juan («Señor, dame de esa agua, para que no tenga más sed y no tenga que venir aquí a sacarla») o el buenazo sin nombre conocido como «buen samaritano» que relata San Lucas.

Ya sabéis lo de que los samaritanos y los judíos ni se hablaban.

Resumiendo mucho, su principal diferencia es que, siendo ambos descendientes de los hebreos, los judíos tienen como referencia para la oración el Templo de Jerusalén y los samaritanos el monte Garizim. Fijaos el tema como es…

Pues bien, el monte Garizim está al lado de la antigua ciudad de Siquem (actual Nablus, ciudad bajo control palestino), lugar donde fueron enterrados los restos de José, el hijo de Jacob, y lugar de nacimiento de nuestro protagonista de hoy: San Justino.

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La antigua Siquem hoy es una ciudad árabe típica, el monte Garizim ahí sigue

No sabemos muy bien en que año lo hizo pero sí sabemos que sus padres, ricos paganazos helenizados, le procuraron una educación premium para la época, que el es S. II.

Al joven Justino le da por la filosofía y se convierte en un empollón platónico que le da a todas las corrientes del pensamiento del momento: tiene su fase estoica, pitagórica y aristotélica.

Pero nada de esto le sacia. Cómo debía tener de echa un lío la cabeza el bueno de Justino.

«Justi, sal de la biblioteca y deja de consultar a esos maestros raros que van con harapos por la calle y vive un poco, que te vas a quedar muy solo» le decían sus amigos, que eran más de bacanales.

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Justino estaba un poco depre. Tanto leer y estudiar para nada, porque no comprendía cosas que le ocurrían, sobre todo lo concerniente a su felicidad.

Un día en una playa, pongamos que en Éfeso, nuestro santo está sentado mirando el mar y pensando Dios sabe en qué. Igual es mejor ni pensarlo: los filósofos a veces son muy pesaos.

Se le acerca un anciano, andrajoso, con probabilidad lleno de chinches, y va y le dice: «en lo que estás pensando, esos follones que te montas en la cabeza, en eso no está la VERDAD».

«¿Y cuál es la VERDAD?» contestó a semejanza de Pilato nuestro santo filósofo.

Entonces haceos a la idea del anciano hablándole como si no hubiera mañana de Cristo, y de todo lo demás. De una filosofía que no era una filosofía, ya que en vez de encasillarle le hacía trascender. De los profetas y de las promesas cumplidas. De Pedro y de Pablo, de Abraham y de Moisés.

Justino, desde ese día, ya no tuvo dudas. A este Cristo es al que dedicaría su vida.

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A ver, que mirando el mar Egeo yo también me convierto en un santiamén

Se puso como un loco a escribir en defensa del Cristianismo y fruto de ello salieron dos obras llamadas Apologías donde resume (resumir es un decir, claro) su pensamiento y su conversión.

«Tenemos la obligación de dar a conocer nuestra doctrina para no incurrir en la culpa y el castigo de los que pecan por ignorancia»

Y es que claro, los primitivos cristianos no es que no dieran testimonio ni se explicaran pero eran personas muy sencillas y a las que no se tenía en cuenta. Justino apunta alto.

Tan alto que dedica y dirige su primera Apología al Emperador Antonino Pío, y a su hijo Marco Aurelio.

Justino se decía: «bah, esto en cuanto lo conozca el César y su hijo, que dicen que es listísimo, seguro que se convierten, y con lo bien que lo explico…».

Por una vez, Justino se equivocaba.

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Marco Aurelio ha pasado a la historia como el gran representante de la filosofía estoica gracias a que escribió las famosas Meditaciones. En general fue un buen emperador y aunque no hubo especialmente grandes persecuciones contra los cristianos en su gobierno Justino sufrió una de ellas

Los últimos años de su vida transcurrieron en Roma, donde se trasladó a propagar el evangelio de Cristo y a dar testimonio de lo que este encuentro había hecho con él.

Un día, andaba discutiendo (era un poco de montar pollos San Justino, hay que decirlo) con un filósofo cínico llamado Crescencio y este le pilló en un renuncio defendiendo a saco que era cristiano. Crescencio, que seguramente le tenía atravesado y ojocuidaó con las peleas entre filósofos, le denunció a las autoridades porque a ver si iba a haber alguien más grande que el César.

El resto de la historia lo conocéis (o conoceréis) si hacéis laudes hoy ya que la segunda lectura del Oficio remite directamente a las Actas martiriales de San Justino y otros seis cristianos que le acompañaban.

Son sencillamente conmovedoras. Y hasta cómicas.

El prefecto dijo a Justino:
«Escucha, tú que te las das de saber y conocer las verdaderas doctrinas; si después de
azotado mando que te corten la cabeza, ¿crees que subirás al cielo?»

Justino contestó:
«Espero que entraré en la casa del Señor si soporto todo lo que tú dices; pues sé que a
todos los que vivan rectamente les está reservada la recompensa divina hasta el fin de los
siglos»

El prefecto Rústico preguntó:
«Así, pues, ¿te imaginas que cuando subas al cielo recibirás la justa recompensa?»
Justino contestó:
«No me lo imagino, sino que lo sé y estoy cierto»

Tras todo el interrogatorio, Justino y sus acompañantes, fueron decapitados y sus cuerpos abandonados pero algunos de sus discípulos los rescataron para enterrarlos en condiciones. Era el año 165. Es un Padre de la Iglesia con todas las letras.

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