Esta historia podría comenzar así…
Había una vez un joven serio y un poco taciturno. Había crecido en una familia de campesinos donde lo que importaba era trabajar pero él desde niño siempre anheló ser sacerdote.
Este joven había dado vueltas y más vueltas por seminarios de toda Francia. Había desertado del ejército francés porque no podía pasar por una capilla sin rezarse algo y, claro, la tropa no espera (esto es cierto, mientras su regimiento se dirigía a una campaña militar por España él se quedó rezagado y vivió dos años en un pajar). También había conocido a sacerdotes que le habían intentado ayudar en todo este recorrido. Pero después de tanto desvelo era incapaz de aprender latín…
Aunque la vamos a empezar asá...
Cinco días después de la batalla de Waterloo, cuando a Napoleón le dijeron «hasta aquí has llegado, pequeño», el día 23 de junio de 1815, un chico de Lyon llamado Juan Bautista era ordenado diácono. Dos meses después, instaurada ya una monarquía absolutista como Dios mandaba, sería hecho sacerdote en Grenoble.
Nadie pudo nunca decir nada malo de Juan Bautista porque su único deseo había sido el de convertirse en lo que ya era (cura) y se encontraba en uno de esos momentos cumbres de una vida…
La verdad es que no sé ni por dónde empezar la vida de este grandísimo santo francés.
Reúne en una sola figura tantos rasgos divinos y humanos que centrarse en uno sería lo suyo ya que tantas veces una parte de tu vida explica todas las demás. Y las explica para bien.
La palabra humilde se le queda corta a nuestro protagonista.
Le hicieron sacerdote sin aprobar latín ni con un examen en el que le chivaron lo que iba a caer: «bien, Juan Bautista, declíname eso que dice rosa, rosae…». Ni por esas.
El obispo sentenció: «además de sacerdotes sabios necesitamos sacerdotes santos».
Cuando le encomendaron ser párroco en Ars se le vino el mundo encima porque sentía la presión de tener almas que salvar en sus manos. Entonces se puso a prohibir bailes y cosas que para él venían del demoño. «Uy, los que frecuentáis las tabernas. La que os espera en el infierno» solía comentar en sus sermones.
La gente le cogió mucha tirria porque un párroco que ni sabía latín les echaba unas broncas bastante importantes pero a base de estas diatribas, misteriosamente, su parroquia, la más pequeña de la diócesis, estaba cada vez más llena.
«Yo creo que desempeño mal mi función, monseñor» le decía al obispo.
«¿Por qué dices eso Juanmari? No me vengas con tus cosas» le contestaba el obispo mientras comía faisán.
«Me salen, por gracia de Dios, milagros sin querer: se llenan graneros de campesinos, se curan niñas, se fundan orfanatos… y yo no tengo nada que ver con eso. Por esa razón la iglesia está llena» repetía de nuevo el párroco de Ars.
«Ya te llegarán los nubarrones, hermano, ya te llegarán» zanjaba el obispo.
Y aunque era un glotón y casi ni escuchaba a nuestro protagonista tenía razón.
¿Pero qué decía en sus sermones el santo Cura de Ars?
Nada especial. Seguramente no sería ningún pico de oro, ni un reformador teológico, ni un profeta a lo Isaías style. Pero conectaba con la gente porque hacía una cosa extraordinaria.
Es la cosa a la que dedicó toda su vida de sacerdote, hasta el último aliento. ¿Qué hacía pues?
Confesaba incansablemente a la gente.
No que se le daba bien confesar y así. No que era un consejero estupendo. No. O sí, pero da lo mismo. No lo sé.
De lo que hablaba a la gente sencilla que se acercaba a confesarse era de misericordia. Porque en la Francia post-revolucionaria y absolutista nadie hablaba de misericordia sino de liberté, egalité y fraternité. Vamos, como hoy en día.
Entre 10 y 12 horas estaba el Cura de Ars confesando en su parroquia sin cesar. Apenas comía y ya a muchos de los que se acercaban a verle les decía antes de que abrieran la boca a lo que venían.
«¿Eres tú la que no visita a su tía moribunda en su casa de Lyon?», «Me has dicho que hace 30 años que no te confiesas, ¿no serán 34?», «Lo de tu hijo, bien sabes tú el problema para que yo te lo explique»…
Y así.
La gente a veces ni hablaba. Se iba con lágrimas en los ojos a hacer lo que había que hacer.
Esto desató un combate grande del santo con el demoño malvado. Se le metía en sus pensamientos y le hacía ver lo poca cosita que era. Juan Bautista tuvo dudas y remordimientos prácticamente toda su vida a causa de esto. Fue un combate oculto que poca gente conoció en vida que tuvo.
Las envidias de otros sacerdotes y obispos eran pecata minuta comparadas con esto. Hasta espías le ponían para ver si la liaba en algún momento.
El 3 de agosto de 1859 murió apaciblemente. Gobernaba otro Napoleón, como casi cuando nació. Pío XI le canonizó en 1925 y le nombró patrón del clero parroquial, así que felicidades a todos los curas de parroquia y especialmente a los párrocos.
Hoy en Ars se arman buenas peregrinaciones para honrarle porque vivir en la tristeza, el combate, la duda y el desaliento y transmitir a tus fieles todo lo contrario es el milagro más grande que pudo nunca hacer.
A mí, qué queréis que os diga, me recuerda a Carmen Hernández en ese conflicto interior que solamente Cristo es capaz de resolver y salir victorioso.
Que bueno poder leer la vida de los santos,me han encantado.
Gracias.
Gracias a ti Luz Marina!