Cuando el emperador Constantino proclamó en el 313 que se podía ejercer de cristiano sin miedo a que a uno le degollaran o le echaran a las fieras pareció en un principio que todos los problemas se habían terminado.
Como siempre que se piensa eso, se estaba en un error.
Se liaron muchas controversias con herejías y enfrentamientos ya entre los propios cristianos que mostraron, que como siempre ha sido, la Iglesia la edificó Cristo y el trabajo de mantenimiento lo hacen como pueden los hombres a los que Dios pone en el andamio, al pie del cañón.
Generalmente la arman (la armamos) pero luego, a la larga, parece que todo ha quedado de deporte, que diría Manuel Benítez, el Cordobés.
Poco se sabe que hubo algunos gobernadores y gentes con poder que se negaron a aceptar lo que dijo Constantino.
Generalmente eran paganazos irreversibles que veían cómo se les acababa el negocio.
Por si fuera poco, en ese momento, existían dos emperadores: cosas de la decadencia. Uno, clarostá, era nuestro campeón Constantino. El otro era Licinio Valerio.
Estos dos eran archienemigos y Licinio, por chinchar, comenzó en la zona que hoy conocemos como Siria, una persecución contra los cristianos.
Era un bandolero Licinio Valerio: muy de Júpiter y Apolo.
Y es aquí donde nos encontramos a nuestro santo de hoy, que era un cristiano feliz en Edesa. De hecho, era diácono.
Se trataba de Habib, o Abibo, como queráis.
Había visto cómo morían en el 305 martirizados sus amigos Gurias y Samonas porque Diocleciano estaba haciendo de las suyas, pero vivía bastante tranquilo ahora y no temía represalias de nadie ya.
Era un tipo optimista Habib. Y con un póster de mosaico en su casa de Constantino, como no.
Se enteró de que Licinio había vuelto a las andadas persiguiendo cristianos e intentó esconderse. Pero como a todos los optimistas, que a la vez son confiados, le pillaron.
«Yo solamente soy un servidor de mis hermanos, señor» dijo Habib al magistrado que le juzgaba.
«Pero eres cristiano-cristiano, ¿verdad?» le contestaba el otro.
«A ver, sí, claro, pero que yo atiendo a la huérfana y a la viuda, que si no están abandonadas por ahí a su aire y…»
«No me cuentes cuentos: a la hoguera con él» sentenció el magistrado, que era adorador de Venus.
Habib nunca se imaginó que acabaría sus días como sus amigos, pero así fue.
Y como era un tipo optimista y confiado, siguió confiando hasta el final.
Eligieron que fuera quemado vivo, que siempre ha sido un método muy para intentar que se arrepienta el condenado.
Era el 2 de septiembre del año 322. Hace casi 1700 años.
Sus discípulos, que los tenía, recogieron sus restos y los enterraron lo más santamente posible junto con sus amigos diáconos Gurias y Samonas.
Un tiempo después, ya se pudo rezar a Cristo en Siria de nuevo en paz. Y dos tiempos después, con los musulmanes, se dejó de hacerlo de nuevo para que durante medio tiempo se pudiese realizar. Luego, la nada.
Ese medio tiempo fue durante las cruzadas, donde se reconquista Jerusalén y se nombra en 1092 a un patriarca de la ciudad. Un tal Dagoberto de Pisa.
¿Qué tiene que ver Dagoberto de Pisa con San Habib?
Pues mucho. Ya veréis.
Pisa era toda una metrópoli durante la Primera Cruzada. De hecho tenía hasta flota. Dagoberto la encabezó y los pisanos llegaron de los primeritos al sitio de Jerusalén y como eran muy bravos y habían combatido tan bien (traducción: eran más brutos que un araó) pues el papa Urbano II hizo patriarca de Jerusalén a Dagoberto. Luego tuvo que coronar, a regañadientes, rey de Jerusalén a un leproso que se llamaba Balduino, pero esa es otra historia.
El tema es que durante su estancia allí se encontraron, en Edesa, en su diócesis, las tumbas de San Habib y de Gurias y Samonas.
Dagoberto no lo dudó. Se las llevó a Pisa con todo su morro.
Y ahí siguen.
Además toda esta historia influyó en una de mis obras favoritas de siempre. Está en los Museos Vaticanos, y se le atribuye a un pintor del que no sabemos ni cuando nació pero sí que era aprendiz de Giotto allá por el Trecento.
Bernardo Daddi se llamaba.
Os invitó a ver esa obra en la excepcional web del museo: AQUÍ.
Es el Martirio de San Esteban: lo forman 8 tablillas pintadas al temple (pintura mezclada con huevo) en la que una de ellas es el descubrimiento por Dagoberto de las tumbas de San Habib y sus amigos.
Luego Pisa tiene un duomo con baptisterio (como debe ser) impresionante. Que sí, que todo el mundo conoce Pisa por la torre inclinada, pero que hay mucho más.
A ver que os enseño dos cosillas.
Y ya.
San Habib, un hombre sencillo, un servidor, un trabajador de la mies, enfrentó la muerte con un espíritu envidiable, confiado y confiante. Ante la injusticia, todavía creyó más.
Por estos hombres sencillos, quizá, creemos hoy también nosotros.