Don Juan Porres, hidalgo burgalés, caballero de la Orden Militar de Alcántara, estando en Panamá, se enamoró de una joven negra y convivió con ella. Cuando se trasladó al Perú, buscando en la cabeza del virreinato obtener alguna gobernación, se la llevó consigo, y allí, en Lima, nació su hijo Martín, de tez morena y rasgos africanos. No quiso reconocerlo como hijo, y en la partida de bautismo de la iglesia de San Sebastián se lee: «Miércoles 9 de diciembre de 1579 bauticé a Martín, hijo de padre no conocido y de Ana Velázquez, negra libre»
Así cuenta los inicios de nuestro santo de hoy José María Iraburu.
Lo hace en un librito que podéis leer gratis (sí, gratis) en este enlace y que tiene el nombre evocador de Hechos de los apóstoles de América.
Un capítulo entero es para San Martín de Porres.
La vida de Martín, si somos sinceros, en sus inicios, era la vida de un muchacho mulato más de los territorios que gobernaba la Corona española allende los mares.
Pero he aquí que la madre (siempre las madres, hay que ver) dio la vara muchísimo; primero al padre de la criatura hasta que aceptó reconocerlo (a él y a otra niña, hay que fastidiarse el señor de Porres) y luego al arzobispo de Lima Don Toribio de Mogrovejo (que sería nombrado santo: estas cosillas no son casualidad) para que lo confirmara ya que sería liberta y negra (era el S. XVI) pero a devota no la ganaba nadie.
Con los dineros que les pasaba el padre Martín recibió una educación: era el típico chaval despistado y pánfilo en su adolescencia.
No se enteraba de nada Martín. Su madre broncas. Los profesores, más broncas.
Sus compañeros, broncas por pringao.
«Vives en tu mundo Martín, tolili, qué va a ser de ti…». Nadie daba un duro por él.
Pero un boticario, que tenía una farmacia, le cogió de aprendiz para ver si hacían algo de él.
Y vaya, no se le daba nada mal.
Lo que pasaba es que Martín lo que quería ser era dominico.
«Ya, Martín, que ya sabemos que eres muy pío y tal, que no faltas a misa ni un día, pero, cómo te lo explico, que un hijo ilegítimo no puede entrar así como así: necesitas una recomendación» le dijeron en el convento de Nuestra Señora del Rosario.
Y como cuando uno quiere algo se empeña, Martín, que parecía tonto pero no lo era en absoluto, se buscó un padrino para ingresar como donado.
Donado quería decir que entraba con alojamiento y comida pero que se la tenía que trabajar durante el día. No todo era rezar para los donados que ingresaban por la puerta de atrás en los dominicos.
Había que currar.
Fray Juan de Lorenzana fue quien le hizo el papeleo necesario para entrar en el convento.
Y una vez dentro pues a rezar. Sí, a rezar.
Y a barrer.
Así que a Martín, el donado, le pusieron a barrer tol día.
Él tan contento.
Otros querrían ser virreyes o condes o surcar los mares pero a él le había chivado el Espíritu Santo que su sitio era ese.
A menudo, por ser mulato, era gravemente injuriado. Incluso por sus hermanos más jóvenes.
«Tenéis razón» les respondía. «Soy todo eso que decís y cosas todavía peores: gracias por recordármelo. Así me acuerdo de la misericordia que ha tenido Dios conmigo».
Y luego les regalaba aguacates.
Otro día estaba el prior acongojado porque no le llegaban los maravedíes y no podía dormir el pobre hombre. Martín cogió y le dijo: «tengo la solución señor prior, véndame como esclavo esta tarde en la plaza y arreglao el tema».
Al día siguiente salió una suma de dinero de debajo de la cama de alguien y nos quedamos sin saber si el prior hubiese dejado a San Martín venderse como esclavo.
La fama de la humildad de Martín era conocidísima en Lima.
La humildad era muy bien vista entonces: por ella se le acercaban enfermos, pobres y gentes pobres de espíritu, y entre escobazo y escobazo, les atendía con paciencia.
Esto le supuso ataques fuertes por parte del demoño, que no le dejaba en paz con visiones lujuriosas y pensamientos obscenos.
Sabe siempre dónde atacar el maldito…
Hasta los estudiantes venían a que les diera consejo. Y él, pues claro, se lo daba.
Sus compis de la Orden ya no se reían tanto.
Se le atribuye también (vaya santo más completo) el don de la bilocación.
Hay noticias de que Martín, sin moverse de su Lima natal estuvo en China, en Japón, con los bereberes…
Estas cosas, de película de Nolan, nos pueden parecer extrañas pero que tenemos en España una tradición de religiosos con este don no nos lo quita nadie.
Una cosa muy loca.
Si tenéis Movistar echadle un ojo a esta serie de reportajes de Javier Serra sobre el Camino de Santiago.
Entre otras cosas habla de una monja española, Sor María de Ágreda, que en la época de San Martín de Porres se dice que evangelizó América sin salir del convento del que era abadesa.
Así que de bobadas nada.
Y tenemos que acabar con nuestro santo de hoy.
Llevó el mismo hábito zarrapastroso que le dieron el primer día, al ingresar al convento, toda la vida.
La cosa es que en 1639, su hermana le regaló otro hábito y dijo, «venga, este me lo pongo, quiero que me enterréis con él».
Y a los pocos días, un 3 de noviembre, se murió.
Luis Jerónimo Fernández de Cabrera y Bobadilla, virrey del Perú, fue a besarle la mano cuando se encontraba en su lecho de muerte. Su funeral fue el más multitudinario del que hay memoria en Lima.
Está enterrado bajo la cúpula que os he enseñado antes, en el convento que barrió y en el que rezó toda su vida. Junto a él, Santa Rosa de Lima y San Juan Macías.
Vaya tríada.