Las lecturas de este domingo me han invitado a reflexionar acerca de algo que me parece cada vez más más necesario en nuestra vida: la ALABANZA.

Ni qué decir tiene que es una reflexión personal que comparto, no la única interpretación posible del texto.

La primera lectura (2R 5, 14-17) me presenta el final del episodio de Naamán que, tras haber sido curado de la lepra que padecía, regresa ante Eliseo. ¿Cómo fue curado de la lepra? Eliseo le dijo que se metiera siete veces en el Jordán.

Me han llamado la atención los verbos «bajó» y «se bañó» que el hebreo original cambia por וירד (vayéred), «descendió», y ויטבל (vayitból), «se sumergió». La primera palabra es yarád, «descender, ir hacia abajo», cuya raíz forma (entre otras) el adjetivo yarúd, «pobre, inferior, de mala calidad», o el nombre del río Jordán (yardén, «el que desciende»). El texto me invita, por tanto, a algo más que simplemente bajar de la orilla al río. Naamán penetró en el río, descendió, se humilló, renunció a sí mismo. Hizo una verdadera kenósis griega, un «vaciamiento» de su propia dignidad. Lo creo así porque, en los versículos anteriores, Naamán había dicho que le parecía una absurda tontería realizar un acto semejante, habiendo ríos más grandes y sagrados en su país natal. Lo primero que veo que curó a Naamán fue renunciar a sus esquemas mentales sobre como entablar una relación con Dios.

Luego, dice el texto, «se bañó». No se humedeció la piel, ni se salpicó unas gotitas de agua del Jordán. Se sumergió, se hudió totalmente en el río. No una, sino siete veces. שׁבע פּעמים (shéva’ pe’amím) dice el texto. Este «siete» es muy importante (si no, la literatura bíblica habría preferido decir «unas siete veces»). En hebreo, «siete» se dice שֶׁבַע (shéva’), y curiosamente comparte su raíz con שְׂבִיעָה (sebi’áh), «saciedad» y שְׁבוּעָה (shebu’áh), «promesa» y, en cierta manera, también con שַׁבָּת (shábat), el Día del Descanso. Por otro lado, la palabra פְּעָמִים (pe’aním), traducida aquí por «veces», lo hace con otras palabras que expresan «movimiento, agitación». Naamán se sumergió en el río realizando siete agitaciones del agua, hasta que estuvo saciado, hasta que descansó en Dios.

A mi parecer, lo segundo que hizo Naamán fue olvidarse de sí mismo, sin tener en cuenta su dignidad, sus méritos, sus virtudes, etc., hasta sumergirse de lleno en la promesa de Dios, en la saciedad de Dios, en Su descanso.

Estas dos cosas, hicieron que Naamán estuviera listo para recibir sanación de parte de Dios: renunciar a su propia mentalidad y sumergirse en la promesa de Dios sin mirar sus méritos o dignidad personal.

Ahora bien, ¿cómo puedo hacer yo eso en mi vida? Veo que el salmo responsorial (Sal 97) viene en mi ayuda, invitándome ahora a dejar de mirar a Naamán, para presentarme a otro personaje: Dios. De Él dice el salmo: Él hace maravillas. Él vence. Él salva. Él justifica. Él perdona. Él es fiel. ¿Y que hago yo? Contemplar Su actuación. Maravillarme en ella. Disfrutar de ella. Pero, no como algo mental, sino de verdad, con todo mi ser. Cuando uno se maravilla de algo (y lo hace realmente), grita, exulta, salta de gozo. Le sale natural. ¿Crees que esto no tiene que ver con Dios, verdad? Sin embargo, David danzaba (literalmente, no en su mente) desnudo delante de Dios, totalmente fuera de sí.

¡Uy! A mí eso de gritar «¡bendito sea Dios!», ¡qué cosa más absurda! Pero, no me importa gritar y alabar a mi equipo favorito cuando marca el gol del desempate en el minuto 90 (¡y eso que nada tiene que ver con mi vida!). Pues Dios, ¡sí, sí, tu Dios! Le ha marcado el gol de la victoria a Satanás en el minuto 90, arrancándote de sus garras y justificando todos tus pecados.

¡Grita! ¡Exulta! ¡Salta de gozo! (¡la misma Escritura me anima a hacerlo!) ¡Gloria a Dios! ¡Bendito sea su Nombre! ¡Grande es el Señor! ¡Digno de toda honra, alabanza, mérito y victoria! ¡Gloria a Dios! Vive de la alabanza constante, me dice la Escritura. De hecho, Naamán le pide a Eliseo que le deje llevarse una buena cantidad de tierra de aquel lugar. Ha decidido que ya no quiere «pisar» otra tierra más que aquella en la que sea Dios quien actúa y no él el que se esfuerza por agradarle. Ya no quiere ofrecer sacrificios a otros dioses. A esos que le exigen que haga cosas para merecerse su ayuda y favor. Naamán ha experimentado que el amor de Dios es gratuito y ya no quiere pisar otra tierra más que esa. Desde hoy, cada vez que se ponga en oración, lo hará sobre la tierra de Israel, es decir, sobre la tierra de «Aquel que» ha experimentado que «es fuerte con Dios».

Justo lo mismo que veo en la segunda lectura (2Tm 2, 8-13). San Pablo vive en un «sacrificio de alabanza», en un «sacrificio eucarístico», por el cual se ofrece a Dios en favor de los hombres. No porque sea un «superhombre» sino porque ahí está con Jesús, es en Jesús. San Pablo es el hombre que ha descubierto que la clave de su vida no reside en hacer cosas guays, ni en ser perfecto, virtuoso o cumplir a rajatabla sin fallar todos los mandamientos y costumbres cristianas. Él ha descubierto que su felicidad está en «ser con» Jesús: «Si morimos con, viviremos con, si sufrimos con, reinaremos con…» ¡¿con quién?! ¡Con Jesús! Mi vida no está en vivir o morir, en sufrir o reinar… sino en ser lo que sea pero ¡con Jesús! Ser allí donde Jesús es. No querer estar en ningún otro sitio salvo donde está Jesús.

Esa clave es la que ha descubierto también el único leproso que regresa a Jesús, en el Evangelio de hoy (Lc 17, 11-19). Al experimentar la gratuidad de Dios (que no ha hecho falta ni cumplir lo que dice la Ley, ni esfuerzo alguno para ser sanado), «desciende» de sí mismo y se «sumerge», como Naamán, en el río de glorificación y alabanza que desciende hasta donde está Jesús.

El recién sanado gratuitamente ya no quiere «ser ni estar» en ningún otro sitio más que allí donde «es y está» Jesús. Por eso, da media vuelta. Ya no está sometido a la ley del cumplimiento, ahora está sometido a otra ley, la del Espíritu, que le hace volver, no dando gracias en su silenciosa y digna mente (como decimos que hacemos muchos de nosotros); sino, literalmente, fuera de sí, dando «unos gritos grandísimos» (μετὰ φωνῆς μεγάλης) de alabanza y glorificación a Dios. ¡Dando gritos! Regresa alabando a Dios, no solo en su mente, sino ¡también con su cuerpo!

La alabanza es la tierra de Israel que se lleva consigo Naamán.

La alabanza es vaciarse de sí mismo y sumergirse en la corriente que desciende hacia Dios.

La alabanza es vivir en Jesús sin pretender «usar a Jesús» para vivir o morir, sufrir o reinar aquí en la tierra según mis propios caprichos, proyectos o deseos. Ser con Él. Ser para Él.

¡La alabanza cura la lepra, la pérdida de tu ser!

El sacrificio de alabanza, la vida eucarística es lo que Dios desea para mi vida. Así me lo transmite la Iglesia en el Aleluya que me invita a entonar hoy: «En todo, dad gracias (εὐχαριστεῖτε, «alabad, agradeced», es decir, «sed eucarísticos»). Pues esta es la Voluntad de Dios para vosotros en Cristo Jesús» (1Ts 5, 18).

¿¡Dónde están los otros nueve que han sido curados!?

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