Las lecturas de hoy, Domingo XXIX del Tiempo Ordinario (Ciclo B), me han ayudado a profundizar en algunos aspectos que me gustaría compartir con vosotros.

La primera lectura (Ex 17, 8-13) hablaba de un combate entre Israel y Amalec. Por su parte, el salmo responsorial (Sal 120) es un canto fruto de la experiencia del salmista que, peregrinando hacia Jerusalén, se da cuenta de que para llegar a ella, necesita la ayuda del Señor. Sus fuerzas no son sufientes. La segunda lectura (2Tm 3, 14-4, 2) nos presenta una conversación entre Pablo y Timoteo, en la que el primero le dice al segundo que permanezca en lo que aprendió y creyó desde el principio, fijándose en aquellos de quienes lo aprendió. Y, continúa haciendo un elogio a la evangelización y el testimonio como medio para llevar a los hombres a la plenitud. Finalmente, el evangelio (Lc 18, 1-8) nos presenta a Jesús relatando una de sus parábolas, con la que pretende transmitir una enseñanza que Él mismo aclara: «para enseñarles que es necesario orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18, 1).

Es bastante obvio que el hilo que une toda la Liturgia de la Palabra de hoy es la «perseverancia en la oración». Sin embargo, las lecturas han hecho que yo me hiciera dos preguntas:

  • ¿Para qué perseverar?
  • ¿Cómo perseverar?

¿Para qué perseverar?

La primera lectura me dice Israel (es decir, yo), mientras camina la Tierra Prometida (hacia la misma tierra a la que va el salmista en peregrinación). El camino es duro, se hace pesado y el cansancio a veces es tan insoportable, y parece que uno nunca llega, que uno se plantea si no es mejor tirar la toalla, darse por vencido.

En medio de ese «viaje de mi vida», se presenta inesperadamente un enemigo: Amalec.

Amalec es el enemigo por antonomasia de Israel. Su nombre deriva de la palabra עָמַל que significa «esfuerzo agotador» y también «preocupación». El enemigo que se presenta ante Israel y ante mi vida, en mi camino hacia Jerusalén, hacia el Cielo, es el esfuerzo. El intento de salvarme a mí mismo, a través de mi propia perfección, de mis obras humanas, de las apariencias, del fingimiento.

Es entonces cuando Moisés le dice a Josué que escoja «unos cuantos hombres», que «salga» y que «ataque». No le pide que haga un casting de hombres dignos o capaces… sino que seleccione «unos cuantos». Es como si le diera un poco igual si son fuertes, débiles, dignos, indignos, capaces, incapaces, diestros, torpes en la guerra… porque el resultado de la batalla no va a depender de la perfección o capacidad de esos hombres, sino de la fe en una promesa: «Mañana, yo estaré en pie, en la cima de la montaña con el bastón de Dios en mi mano» (Ex 17, 9).

Nos quedamos, por lo general, en el gesto de las manos de Moisés (cuando estaban levantadas, vencían; cuando estaban bajadas, eran derrotados). Sin embargo, estas manos de Moisés no van vacías, llevan algo con ellas: el bastón de Dios. ¿De dónde sale este bastón que el texto hebreo llama מַטֵּ֥ה הָאֱלֹהִ֖ים (mattéh ha’elohím)? La palabra מַטֵּה literalmente significa «rama» y, por ende, también «vara, bastón» y es usada también para hablar de «tribu» (una rama del pueblo) así como del «sustento o alimento para la vida». Proviene de la raíz hebrea נָטָה, que significa «estirarse», «doblarse», «inclinarse». Además la pictografía antigua de las letras de la palabra מַטֵּה (bastón) era «agua/vida» (mem), «lo bueno» (tet) y «aliento/espíritu» (he). El bastón es figura del «agua buena del espíritu». El bastón simboliza el favor de Dios por su pueblo, este favor es el agua que alimenta al espíritu. Representa la «inclinación», el «deleite» que Dios tiene por su propio pueblo, es decir, por mí.

Pero, ¿de dónde procede este bastón? Antes de ser llamado «bastón de Dios», era de Moisés. Lo adquirió durante su época como pastor de los rebaños de Jetró, después de haber escapado de Egipto para que no le detuvieran por haber asesinado a un ciudadano de allí. Cuando Moisés se encuentra con Dios en la Zarza Ardiente, se niega a ir a Egipto a liberar a su pueblo, porque no se ve capaz de hacerlo. La verdad que no es muy entre los hebreos y además tiene un defecto muy visible: es tartamudo. Es entonces cuando Dios le dice: «¿Qué llevas en tu mano?» (Ex 4, 2). Moisés le enseña el bastón y Dios le dice «Tíralo al suelo» (v. 3). Al hacerlo, el bastón se convierte en una serpiente (símbolo de Satanás, ver Gn 3) que hace que Moisés huya de ella. Pero Dios le dice: «échale mano y agárrala por la cola» (v. 4). Al hacerlo, la serpiente vuelve a convertirse en bastón. Finalmente, el encuentro con Dios acaba con una promesa: «Toma en tu mano ese bastón, con el que harás los signos/milagros» (v. 17).

La primera pregunta que me hago entonces es: ¿Cuál es mi bastón? ¿Qué tengo yo que se convierte en serpiente y me asusta tanto? ¿De qué huyo? ¿Qué hay en mi vida que me escandaliza y me da miedo? Tal vez algo de mi propia personalidad, algún defecto: que no soy tan listo como otros, tan capaz como algunos que yo conozco, etc. Quizá algo de mi propia historia personal: no haber tenido unos padres concretos ni alcanzado unos estudios concretos, etc. Quizá algún acontecimiento concreto: fui abandonado, me hacían bulling en el colegio, fui violado, fui traicionado por alguien de quien yo esperaba haber sido amado, cometí un pecado gravísimo y, aunque lo he confesado, no soy capaz de superarlo y domina mi personalidad.

Cada cual tiene su propia vida y yo conozco la mía. Pero lo cierto es que huyo de eso, como Moisés. ¡Me escandaliza! ¡Me da miedo! Porque ese bastón que acompaña a mi persona, de vez en cuando se convierte en una serpiente amenazante que me quiere morder una y otra vez, que intenta convencerme de que Dios no me quiere. Sin embargo, en vez de huir, Dios le dice a Moisés y me dice a mí: «agárralo por la cola». En hebreo «cola» se dice «zanáb», que literalmente es «agitar». Agarra eso que te escandaliza por la cola, dice Diso, por allí por donde más se agita. No tengas miedo. Afróntalo… porque con esa debilidad tuya… realizarás mis prodigios, obrarás mis milagros. Yo no necesito que seas perfecto… necesito que seas de esos «unos cuantos hombres», incapaces por sí mismos, pero «elegidos» y sostenidos por una promesa.

¿Para qué perseverar en la oración? Para vencer a tu mayor enemigo: el esfuerzo; cuando se te presente de improviso para hacerte la guerra.

¿Cómo perseverar?

El combate contra Amalec es un combate contra mi propio esfuerzo por salvarme a mí mismo, por llegar a la Tierra Prometida por mí mismo. De él dice Dios que tiene la intención de «borrar su memoria sobre la faz tierra». ¿Cuántas veces me canso de sostener en alto la promesa de Dios de que Él quiere obrar prodigios a través de mi debilidad? Me canso, bajo las manos y el cayado, porque dejo de creer que Dios obra a través de mi debilidad, no de mi perfección. ¿Cuántas veces abandono la vida de la gracia y me vuelvo a mis dichosas obras y perfecciones? Dejo de creer que Dios me quiere tal y como soy; y vuelvo una y otra vez a creer que Dios me quiere por lo que hago yo por Él. ¡Qué absurdo!

Me olvido de que en el momento de mayor esfuerzo, justo antes de llegar a Jerusalén, el salmistame invita a recordar que «el auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra» (Sal 121, 2). Este «auxilio» no es una «fuerza», ¡es una persona! La palabra hebrea עֶ֭זְרִי (‘ezrí) significa «ayuda» pero también «ayudador». Mi «ayudador» es Jesucristo, que ha justificado mis pecados y le ha dicho a mi corazón que Dios me quiere tanto que ha enviado a su Hijo al mundo para realizar un juicio y que la sentencia («salvarme» o «condenarme») no depende de mis obras y esfuerzos, sino de si creo o no en Su Nombre, es decir, en la esencia de Dios. ¿Cuál es? ¡Yashúa! ¡Jesús! ¡Dios es Salvación! ¡Dios es mi Salvador! No me salvan mis obras, sino la fe en Su Nombre que obra en mí.

Esta es la fe de la Iglesia. Esta es la fe que Pablo invita a Timoteo a conservar y proclamar: «permanece en lo que aprendiste y creíste, consciente de quiénes lo aprendiste» (2Tm 3, 14). ¡Permanece! No regreses a tus obras y esfuerzos de autosuperación para sentirte amado o justificado. Permanece en la fe de que Dios te ama en Jesús, te perdona en Jesús, te justifica en Jesús. «Consciente de quiénes lo aprendiste». No te lo predicaron superhombres, sino personas sencillas que habían tenido un encuentro de amor gratuito con el Señor que cambió sus vidas. Pero este cambio no consistió en que empezaron a ser mejores que antes, sino en que descubrieron algo que antes no sabían: que son amados gratuitamente.

Mantente en esta fe. Lucha por defender esta fe. Frente a toda mentira de tu mayor enemigo: el esfuerzo.

A Moisés le tuvieron que sentar en una roca. Y, justamente, San Pablo hablará de una roca (una roca física de verdad) que constantemente seguía a los hebreos por el desierto a medida que ellos iban caminando y dirá que esa roca «era Cristo» (1Co 10, 4). ¡Siéntate en Jesús, no en ti! Cuanto tus manos se vuelvan pesadas y no sean capaces de sostener la fe en la gratuidad del amor divino por ti, deja que los hermanos te lo recuerden. Deja que la Iglesia te recuerde que Dios te ama gratuitamente y que no espera de ti nada, más que te dejes amar así.

Sé una viuda pobre. Las viudas pueden ser muy ricas, con la herencia del marido. Pero, la del evangelio era pobre. No tenía nada. Nada que ofrecer al juez. Pero ella, aguantó, perseveró, creyó que al final le abrirían la puerta. No juzgó al juez. No juzgues tú a Dios. No seas como aquel que recibió un talento y juzgó que Dios recoge donde no ha sembrado y por miedo a esa falsa exigencia de Dios, ocultó el talento, «no sea que». Arriésgate. Confía en Dios. Apóyate en su amor gratuito. Olvídate de ti, de tus obras, de tu pasado. Dios es más grande que tú y Él ha prometido que a través de tu bastón, de tu debilidad, Él obrará milagros. No tengas miedo.

¿Cómo perseverar? Dejando de mirar la fuerza de Amalec. Que Dios ha prometido que hará desaparecer de la faz de la tierra su constante recuerdo en tu vida. Siéntate en la Roca y levanta sin miedo el Bastón de Dios que se te ha dado. Verás milagros.

Termino como termina Jesucristo en el evangelio de hoy, haciéndome una pregunta: ¿cuando vuelva Jesucristo, encontrará esta fe sobre la tierra (la fe en la gratuidad de su amor y salvación) o se encontrará a gente vencida por Amalec, que cree que deben salvarse a sí mismos, a través de su propio esfuerzo personal?

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