¡Christos anesti! ¡Alithos, anesti! (¡Cristo ha resuditado! ¡Verdaderamente, ha resucitado!)

¿Qué es lo que ocurre? ¿A qué tanto ruido de fiesta? Pues, porque al fin, ¡un hombre ha regresado de la muerte! ¿Quién? ¡Jesús de Nazaret!

¿El hijo del carpintero? ¿El hijo de la María, la viuda? ¡Sí!

Dicen que sólo hay un lugar en todo el universo en el que Dios no está: en la tumba que prepararon para Él.

Dice el Evangelio de hoy (Jn 20, 1-9) que «el primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro» (v. 1). No estaba oscuro sólo porque aún no había amanecido, sino porque este «primer día de la semana» es el mismo día en que, en los albores de la Creación «Dios dijo: sea Luz» (Gn 1, 3). Claro que la traducción pierde fuerza. El hebreo dice: Vayyómer Elohím: yehí Or.

Pero, ¡un momento! ¡Piénsalo bien! ¿Cómo pudo crear Dios la luz el primer día de la semana, si el Sol, la Luna y las Estrellas las creó el cuarto? ¡No puede tratarse de eso a lo que nosotros llamamos ‘luz’! ¿Entonces? Vayamos al hebreo y miremos bien:

La palabra Or en hebreo se escribe con las letras Álef, Vav y Resh, que representan, respectivamente, la Cabeza de un Buey, un Clavo y la Cabeza de un Hombre. Con Álef, representaban los hebreos a Dios en su unidad. El Clavo engloba el concepto de Unir, Asegurar dos cosas, también nos habla de Descender o Penetrar al interior de algo. La Cabeza de Hombre representa al Ser Humano.

En el primer día de la Creación, Dios creó a Jesús de Nazaret. El Magisterio de la Iglesia nos habla de la ‘preexistencia eterna’ del cuerpo de Jesús, el cuerpo al que la Segunda Persona de la Trinidad se uniría llegado el momento histórico previsto. ¡Eso fue lo primero que Dios creó! La unión hipostática entre Dios y el Hombre.

Eso es lo primero que hace Dios el primer día de la semana de la «Segunda Creación»: levantar al Dios-Hombre de entre los muertos. Hacer surgir la luz en nuestros corazones. La luz que permite a todo hombre unirse a la naturaleza divina por medio de Jesucristo. Tú y yo hemos sido convocados a la Iglesia, el cuerpo de Jesucristo en la Historia, somos parte del cuerpo de Jesús. Estamos unidos a Él tan íntimamente que se nos comunica su naturaleza divina. ¡Somos dioses en Dios!

Esta frase puede echar para atrás a más de uno, porque nos recuerda mucho a la Serpiente del Génesis. Pero, ella tentó justamente con esto a Adán y Eva porque sabía que era el anhelo que Dios había puesto en su interior: ser dioses. Pero, les invitó a serlo sin Él. Hoy, Jesús resucitado, nos reintroduce en el camino correcto: ser dioses con Dios, en Dios, imitando a Dios. Ahora ya podemos comer del ‘árbol de la vida’. El árbol del que dijo Dios: «y comiendo de él, viva para siempre» (Gn 3, 22). Ese árbol se nos ha dado en la Cruz de Jesús, el fruto que cuelga de él tiene la capacidad de darnos Vida Eterna. Si comes de Él, es decir, si introduces el ‘ser de ese fruto’ (es decir, a Jesucristo) en tu interior y dejas que tu propio organismo lo asimile, poco a poco, despedazándolo, descomponiéndolo… hasta que está listo para pasar a la sangre y alimentar a todas tus células, haciéndose ser una sola cosa contigo.

Hoy, Dios comienza la Creación. Crea para ti a Or («Luz»), la unión entre la naturaleza humana y la divina. ¡Recíbelo dentro de ti! ¡Déjale descomponerse dentro de ti, hasta extenderse y llegar a cada fibra de tu ser! Él tiene la «fuerza del Espíritu Santo», que necesitas, para pasar «haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo», entre los que nos encontramos tú y yo… porque «Dios está en Él» (Hch 10, 38) y Él, hoy, quiere estar en ti.

Recíbelo. Disfruta. ¡Alégrate!

¡Christos anesti!

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