Una de las frases del evangelio de hoy, solemnidad de San Juan, me ha dado por reflexionar sobre algo que creo importante: el Nombre.

La frase en cuestión decía así: «Juan es su nombre» (Lc 1, 63).

Es una frase muy cortita que está enmarcada en la discusión sobre el nombre que pondrían al hijo de Isabel y Zacarías.

Resulta que todos alrededor de Isabel y Zacarías discutían sobre cómo debería llamarse el niño y proponían llamarlo como su padre: Zacarías. Sin embargo, Isabel dijo que no, que debía llamarse Juan. La sorpresa fue mayúscula: «Ninguno de tus parientes se llama así» (Lc 1, 61). Entonces preguntaron al marido, cabeza de la familia que, como su mujer, contestó con la frase de arriba, que el nombre del niño sería Juan, ante el asombro de todos, que se preguntaban «Pues, ¿qué será de este niño?» (Lc 1, 66).

Rezando con este evangelio, en seguida vino a mi mente la frase del Apocalipsis (2, 17): «Al vencedor le daré el maná escondido, y una piedrecita blanca, y escrito en ella un nombre nuevo, que nadie conoce sino aquel que lo recibe».

El nombre para los judíos es mucho más que un conjunto de letras para identificar a una persona. El nombre expresa la «misión», pero también el «motivo» por el que existe el niño, en definitiva, la esencia más profunda de la persona. De hecho, en hebreo, «nombre» se dice «shem», cuya raíz es la misma que «sham», que significa «allí/allá», una palabra que posiciona a la gente en el espacio, que señala un destino al que llegar o al que mirar. El nombre indica justamente eso: el posicionamiento de la persona, el destacamiento de la persona en una masa indefinida más amplia.

Mientras oraba, el Señor me ha ido llevado a esos momentos en la vida en los que, según lo que vamos aprendiendo, experimentando, sufriendo, etc., ponemos y nos ponemos «nombres» que poco a poco, sin darnos cuenta, determinan nuestras acciones, nuestra forma de pensar, etc. Nombres como el «homosexual», el «egoísta», la «víctima», el «incapaz», la «murmuradora», el «sabelotodo», el «necio», la «envidiosa», el «lujurioso», el «soberbio», la «neurótica», el «socialista», el «popular», el «buenecito», el «perfecto», la «despreciada», el «abandonado», la «no querida por sus padres», el «afeminado», el «preferido», el «bobo», el «impetuoso», el «no sabe lo que quiere», la «vaga», el «borracho», el «fumeta», el «drogata», el «jamás te querrá nadie», el «siempre serás tonto», y tantos etcéteras que no se me ocurren ahora.

Estos nombres muchas veces nos son dados por tradición, porque somos hijos de nuestros padres («querían llamarlo Zacarías, como su padre», Lc 1, 59), da igual quién nos lo ponga, lo importante es que terminamos aceptándolos y asumiendo inconscientemente un rol en la vida que cumpla con las expectativas del nombre o nombres que llevamos.

Luego, encima, nos comen el tarro con las idioteces del árbol genealógico, que nos llevan a echar la culpa a nuestros antepasados de las cosas que hacemos nosotros, provocando dos errores terribles: no asumir la responsabilidad sobre nosotros mismos y no rezar por nuestros difuntos. Y nos lanzamos corriendo a cualquier doctrina pseudocristiana jamás contemplada en la Historia de la Iglesia. ¿Cuántas veces vemos en el Nuevo Testamento o en la Historia de la Iglesia que los apóstoles u otros santos o padres oraran o recomendaran oraciones para romper maldiciones intergeneracionales? ¿Cuántas veces se habla de la influencia del árbol genealógico en la Biblia? ¡Ninguna! ¿Acaso llevamos 2023 años de historia equivocados o simplemente hemos escogido una explicación fácil y pagana a algo para lo que la Escritura ya nos daba respuestas?

No quiero extenderme más, sólo animarte a que puedas dedicar un rato a pedirle al Espíritu Santo que te ayude a descubrir los nombres por los que te estás llamando a ti mismo, los nombres por los que actúas como actúas, piensas como piensas, etc., como si no pudieras dejar de hacerlo. Una vez que Él te revele lo que crees de ti mismo, cómo te llamas a ti mismo… pídele que te haga descubrir cuál es el nombre que Dios te da, cómo te llama Él, que es quien te ha creado. Descubrirás que, delante de Dios, importan muy poco tus pecados, los pecados de los demás, el pasado de tus acciones, etc. Él no te cataloga, ni te juzga, tratándote según ciertas categorías. Él tiene para ti un Nombre Nuevo. Para Dios, tu Padre, ¡¡te llamas «Juan»!!

Juan, en hebreo Yehojanán (יְהוׄיחָנָן), está compuesto del Nombre Divino (יהוה) y la palabra janán (חָנָן), «doblarse, inclinarse, favorecer, condecer». Significa: «Yahvé favoreció» o «Yahvé favorece», y por tanto, «favorecido (amado, querido, deseado) de Yahvé».

Deja que Dios te descubra cómo te llama, tu nombre real, y dejarás de llamarte con los nombres de tus vecinos y parientes: «adultero/a», «mentiroso/a», «lujurioso/a», «incapaz», «abortadora», «infiel», «malvado», «chulo/a», «hipócrita», «promiscuo/a», «moderno/a», «antiguo/a», «no querido/a», «víctima», «desgraciado/a», etc.

Dios te llama: JUAN, amado, favorecido de Yahvé. Quiere que sepas que tú eres aquel ante quien Dios Padre inclina cada día para darle Su favor; para amarte y revelarte, cada día, que ERES AMADO y nunca jamás dejarás de serlo.

Con ese amor gratuito, con esta experencia, descubrirás que Dios hace todas las cosas nuevas, TOTALMENTE NUEVAS, que tu vida tiene sentido, que puedes tomar las riendas de tus actos, pensamientos, creencias, etc., y, de la mano del Padre que ama incondicionalmente, comenzar a vivir, no ya como te llamabas o te llamaban anteriormente, sino como una persona totalmente nueva, libre de la carga del pasado. Una persona que ha descubierto que se llama Juan; que es amado, querido, deseado, favorecido, protegido por Dios, Su Padre, que jamás ha dejado de creer en ti, ni dejará de hacerlo, por muchas que hayan sido o vayan a ser las caídas de tu vida. De esta forma, como Juan Bautista, te convertirás en Precursor de Jesús, anunciando a todo el mundo, con la experiencia de Su Amor gratuito, que detrás de ti viene uno que desea salvarles de sus pecados y hacer de ellos CRIATURAS NUEVAS.

Levanta la mirada, siente el orgullo de tu Padre y tira para adelante, sin mirarte a ti, ni mirar atrás.

¡TU NOMBRE ES JUAN!

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