Dylan Thomas, de profesión poeta, falleció en un hospital neoyorquino, según las malas lenguas, tras haber ingerido 18 whiskis en la taberna White Horse.
Era un 9 de noviembre de 1953. Y el poeta no tenía ni cuarenta años…
Eso lo sabe la leyenda popular, que es muy de recordar las grandes gestas etílicas de los artistas cuando mueren en condiciones extremas, haciendo suyo aquel lema que Humphrey Bogart puso de moda en la película Llamad a cualquier puerta (1949):
«Vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver»
Lo que se desconoce es que Dylan Thomas, en ese momento, trabajaba en una obra por y para otro autor, este compositor musical; un ruso radicado en América que se había convertido, ya hay que convertirse, del cristianismo ortodoxo al catolicismo.
Era Igor Stravinski.
Stravinski había perdido en apenas dos años a su hija Ludmila, a su primera esposa y a su madre. Además pilló tuberculosis y deambulaba de psiquiátrico en psiquiátrico.
Su fe le sostuvo.
Su tormentosa vida le inspiró a componer una Sinfonía de los Salmos, la obra con la que estaba obsesionado Dylan Thomas, y que se abre con este versículo del salmo 39:
“Oye, Señor, mi oración y mi humilde ruego: recibe en tus oídos mis lágrimas…»
Qué verso: recibe en tus oídos mis lágrimas. Luego diréis de los rusos…
Es extraño cómo opera la GRACIA.
Es capaz de reunir a su alrededor a un poeta galés alcohólico, un judío de Minnesota y a un ruso ortodoxo convertido al catolicismo.
Y lo hace con sentido.
Algo así le debió ocurrir a Constantino en el año 312, en la víspera de la batalla del Puente Milvio, cuando se le apareció en sueños una cruz en el cielo.
Él, un emperador que luchaba por quedarse para él solito todo el gobierno de Roma, arrogante y belicoso, no tuvo dudas, a pesar de que no era cristiano, de lo que simbolizaba aquella cruz.
Era ese Salvador del que hablaban algunos de sus cercanos, como su madre, Santa Elena.
«¿Qué ha pasado?» pensó Constantino.
Tardó poco en contestarse: «ya sé a quién le debo el gobierno del mundo conocido».
Un año después, con el Edicto de Milán, convirtió al Cristianismo en la religión oficial del Imperio y comenzó un runrún en su cabeza para ver cómo podía honrar a este Dios que acababa de conocer de manera tan misteriosa.
Como esta gente era tan así, Constantino se casó con la hermana de su rival, Majencio, llamada Fausta.
A esta Fausta le correspondían por herencia unos terrenos en las tierras de los Lateranos, unos nobles que habían caído en desgracia con Nerón (mala cosa), y a los que sus posesiones habían sido expropiadas.
El tema es que con Constantino de emperador, aquello era suyo; así que se le ocurrió donarlo al papa de ese momento, San Melquíades, para construir una basílica en honor a ese Salvador que le había dado el triunfo.
En el año 324, un 9 de noviembre, otro papa, San Silvestre I, consagró el templo.
Se trata de la basílica más antigua de Roma: más que las otras tres importantes (San Pedro, San Pablo y Santa María la Mayor) y es la sede del obispo de Roma, osea, el Papa.
En los edificios colindantes, como el palacio que existía, vivieron los papas hasta el lío de Avignon (S. XIV), que otro día ya vemos, que hoy vamos con algo de prisa ya.
Todos estos edificios, incluido el que alberga la Scala Santa, son parte del terriotorio del Vaticano desde el 1929, cuando en la misma Basílica de Letrán, el papa Pío XI y Mussolini, establecieron la independencia de la Santa Sede respecto a Italia, en los conocidos como Pactos de Letrán.
¿Por qué lo de San Juan?
A ver, pasados los años se dedicó a los Juanes más famosos del Evangelio: San Juan Bautista y San Juan Evangelista.
Ambos tienen una capilla dentro de la basílica, que oye, no está nada mal para llegar a la dedicación un poco de rebote.
Que pensarían: «algo hay que hacer con los Juan, que Pedro y Pablo ya tienen sus templos pero nos hemos olvidado del Precursor y del discípulo amado».
Eran muy prácticos los romanos.
Los papas actuales, no me preguntéis por qué, celebran el Jueves Santo en esta basílica.
Mi padrino, Julián Ballesta, fue ordenado en ella.
Y otro detalle que seguro que os importa muchísimo: todavía hoy, por una tradición del S. XVII, el canónigo de honor de la basílica sigue siendo el Presidente de la República Francesa, en sustitución de su rey.
Como bien sabréis los franceses cortaron las cabezas de sus reyes borbones pero la pompa y el boato les gusta mogollón.
En fin, importantísima San Juan de Letrán.
Y volvemos al principio, a Dylan Thomas, para observar lo que tenía en su cabeza este alma enferma, y sedienta, no de whiskey, sino de GRACIA.
Esta GRACIA, como hemos visto, Dios la derrama sobre el que quiere, cuando quiere, cómo quiere: lo hizo sobre Constantino en Puente Milvio, sobre Stravinski en su soledad; también sobre Bob Dylan al escribir When the ship comes in.
Y sobre Dylan Thomas.
Porque todo es un combate de la luz contra la oscuridad.
Ya sabemos cómo acaba esa lucha cuando se combate según el salmo 40 en versión de Stravinski: «se inclinó a mí y oyó mi clamor».
«Rabia, rabia ante la muerte de la luz…»
Se volverá sobre Interstellar.