Hoy es la fiesta de los Santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael. Una fiesta en la que honramos la presencia constante de unos seres invisibles de los que la mayoría poco o nada nos acordamos.
Tradicionalmente, los catalogamos como:
- Miguel, el que nos defiende de Satanás.
- Gabriel, el que anuncia a María Virgen la Encarnación del Verbo.
- Rafael, el que cura todas las enfermedades.
La diferencia no es tan clara como creemos en la la Escritura (salvo quizá Miguel, que siempre aparece luchando contra Satanás y sus demonios, Dn 10, 21; 12, 1; Jud 1, 9; Ap 12, 7). Sin embargo, también vemos a Rafael venciendo y amordazando al demonio Asmodeo (Tb 3, 17; 8, 3), otro ser tan real como la vida misma al que muchos matrimonios y noviazgos deberían tener en cuenta, evitando las iras y lujurias en sus palabras, pensamientos y costumbres. Gabriel, que siempre trae un mensaje (al profeta Daniel, Dn 8, 16; 9, 21; a Zacarías, padre de Juan Bautista, Lc 1, 19ss; y a Nuestra Madre Santísima. Lc 1, 26ss), también aparece luchando, ayudado por Miguel, contra otro demonio (gobernante de Persia, probablemente a través de sus políticos) en el libro de Daniel (8, 16; 9, 21).
Es sorprendente ver cómo los cristianos, con el paso del tiempo, nos volvemos cada vez más racionales, más «doctrinales», por decirlo de algún modo. Me refiero a que omitimos en nuestras vidas el contacto con lo sobrenatural, común en la Escritura y, por tanto, en la Revelación. Nos hemos vueltos cristianos de ONG. Pensamos que basta con ser bueno, no meterse en líos, no tener problemas y vivir lo más cómodamente posible que se pueda hasta que nos llegue el momento de morir.
Obviamente, está la contrapartida, no lo niego: cristianos que, en el extremo opuesto, recurren a los arcángeles de forma supersticiosa, implorando su protección, sanación, liberación, ayuda, etc., pero sin ningún interés real en ajustar sus vidas al Evangelio de Jesucristo.
Quizá se nos olvida que la fuerza de estos seres espirituales, tan reales como lo es Dios, radica justamente en su aceptación y obediencia absoluta al Evangelio de Jesucristo y en su dedicación y servicio completos a la instauración del Reinado de Cristo.
Después de esta breve crítica, espero que constructiva, me gustaría detenerme en los nombres hebreos de estos ángeles, para ver qué pueden enseñarnos, qué llevan en sus nombres, en sus esencias, que pueda transmitirnos a nosotros verdades que nos ayuden en nuestra relación con Jesús.
Los tres nombres están formados por una palabra o atributo (o frase, en el caso de Miguel) más la partícula ʾel (אֵל), la palabra más breve para decir «Dios».
Hay una historia real, en la que se basó la famosa película del Exorcista, que siempre me ha parecido muy interesante y tiene que ver con esta palabra: EL. Resumiendo muchísimo (y versionándola de memoria), el demonio no estaba dispuesto a abandonar al pobre niño hasta que no se mencionara uno de los nombres de Dios. El sacerdote recurrió a todos los nombres que conocía: Yahvé, Adonay, Elohim, Jesús, Elsaday, Hasem, etc., sin conseguirlo. Le ordenó al demonio revelárle el nombre al que se refería, pero este únicamente dijo algo así como: "es el nombre más pequeño, del Ser más grande" (las palabras no son literales). Como no se le ocurría nada, el sacerdote prosiguió con los exorcismos. Uno de esos días, en el momento de las Letanías, al invocar al Arcángel Miguel, dicen los testigos que el niño se sentó en la cama y habló con una voz distinta a la diabólica. Era una voz profunda, limpia y con autoridad, que dijo: "Yo soy Miguel y en nombre de EL te expulso de este cuerpo". En ese instante, el niño quedó liberado.
Entremos al nombre de GABRIEL (גַּבְרִיאֵל). Su nombre está formado por la palabra guéber (גֶֶּבֶר) que significa «hombre», en el sentido de persona «valiente, duro, fuerte». Deriba de la raíz גָּבַר (gavár, «ser [más] fuerte, grande, poderoso»), de la que derivan otras palabras como גִּיבּוֹר (guibór, «héroe»), גְּבַרְתָּן (guevartán, «forzudo»), גְּבוּרָה (gueburá, «valentía») o גְּבֶרֶת (guébret, «señora, gobernadora»). La palabra gavár tiene el mismo valor numérico que hár, «montaña»; ‘arád, «bronce» o bagár, «maduro», que tienen que ver con la fuerza y la grandeza. Interesante también es que tiene el mismo valor que ‘atzdík, «justificaré». La justificación no es una especie de demencia divina por la que se olvida de nuestros pecados. La justificación es el resultado de una batalla, en la que Jesús, el más fuerte, ha vencido a Satanás por completo (tampoco la justificación que nosotros debemos dar a quienes pecan contra nosotros no es un olvido de sus faltas, sino una lucha contra Satanás para amordazar la «justicia» que quiere que ejerzamos contra ellos).
Por su parte, Gabriel tiene el mismo valor numérico que el verbo leha’ir, «iluminar» o medabér, «hablo», muy relacionadas con las misiones bíblicas de este ángel.
La pictografía de gavár nos muestra un pie o alguien rico (ג), el interior de algo (ב) y la cabeza de un hombre (ר), por lo que fácilmente podemos ver que se refiere a un hombre con gran fuerza interior. Sin embargo, la esencia pura de la palabra va mucho más allá. No nos habla de fuerza física, sino de fuerza interior (Bet representa el interior de una casa, no su apariencia exterior), una fuerza que se basa en una riqueza interna del espíritu y que surge de aquel que sigue andando, pisando, a pesar de las dificultades. De aquel que se levanta. La letra Guímel también representa a un camello. Este animal puede caminar por el desierto sin beber ni una sola gota de agua, porque se alimenta del agua que lleva acumulada en su interior.
Todos hemos sido llamados a ser «guerreros de Dios», «valientes de Dios». Sin embargo, esta valentía nada tiene que ver con ser perfectos y no tener fallos, antes bien, con seguir adelante a pesar de las caídas. Levantarnos y volver a empezar, porque no nos apoyamos en nuestra fuerza para luchar, sino en la de Dios, que arde en nuestro interior por el amor que hemos experimentado que nos tiene.
En el nombre de RAFAEL (רָפָאֵל) se encuentra la raíz רָפָא (rafá), «curar», de la que derivan רוֹפֵא (rofé), «médico» o רְפוּאָה (refu’á), «medicina, remedio». Su pictografía nos muestra un hombre (ר), una boca con la que comunicarse (פ) y a Dios o algo fortísimo (א): hombre + comunicar + fuerza = «médico, curación». Su valor numérico es 281 que nos da 11, en hebreo יא, «poder divino», y éste 2, el valor de Bet (el interior de algo). Cierto que la curación (ordinaria o extraordinaria) es vista en la Escritura como fruto del poder divino que sanar el interior de la persona, sin embargo, la letra Pe (boca, comunicar) también representa la «palabra» y la «Torá». Por lo que vemos que toda sanación procede de la comunicación del hombre con Dios, comunicación que se realiza por medio de Su Palabra, de Su Torá. Hacer la Voluntad de Dios sana el interior del hombre, no sólo su espíritu, sino todo su ser, incluido su parte material. ¿Estás enfermo? ¿Bloqueado? ¿Angustiado? ¿Impedido de alguna manera, física o espiritual? Vuélvete hacia Dios, decídete a hacer Su Voluntad y nada más que Su Voluntad y verás cómo fluye la sanación. Al fin y al cabo, los evangelios testimonian que Jesús curó a TODOS los que se acercaron a Él. Sal de ti mismo y acércate a Él. ¡La Palabra de Dios no miente!
El valor numérico de Rafael es 311, שיא, que significa «cúmbre, cima, pináculo»; y 311 suma 5, el valor de la letra He, el aliento, la vida, el espíritu. La curación nos conduce a la cima, a lo más alto, al lugar donde está la vida, al Espíritu Santo. Desear la curación para seguir viviendo como nos da la gana es magia, corrupción de la religión. Dios desea curarte, sí, para que camines y vivas con Él y en Él.
Por último, MIGUEL (מִיכָאֵל). Este nombre no está formado por un atributo, sino por una frase. Se trata de la conjunción de las palabras mi (¿quién?), ki (como) y ‘el (Dios). La frase tiene a propósito un doble sentido. Por una parte, expresa el desafío que el propio ángel, según la tradición, proclamó en alto contra la rebeldía de Satanás, que pretendía igualarse a Dios mismo: «¡¿quién [es] cómo Dios?!». Al hacerlo, el arcángel no sólo declaró que eran vanos los deseos de Satanás, sino que se humilló a sí mismo, reconociendo que nadie, tampoco él, está por encima de Dios. Esta es la sustancia del nombre de este arcángel: la humildad. De ahí que algunas tradiciones místicas hablen de él como el ángel más pequeño del cielo, incluso en sentido antropomórfico.
A través del hebreo, podemos ver que su nombre nos revela que, por cuanto más se humilló, más fue exaltado, ya que su nombre también puede ser entendido como «aquel [que es] como Dios». Se convirtió en Miguel, lugarteniente de los ejércitos celestiales, el ángel más poderoso, el más cercano a Dios, el que encabeza Su causa.
De hecho, su nombre suma 101, en hebreo קא, letras que representan tanto «el ensalzamiento de Dios» como una «elevación poderosa o divina». 101 nos da 2, el valor de Bet (el interior de algo). Vemos así que la humillación y reconocimiento de poder y la grandeza de la Voluntad de Dios, no sólo nos conduce a exaltarle por encima de todo y de todos, sino que nos eleva a nosotros también, deificándonos (como dirían los Padres de la Iglesia). Porque «todo el que se humilla será ensalzado» (Lc 14, 11).
Miguel, Gabriel y Rafael son tres arcángeles que luchan e interceden en nuestro favor. Tres ángeles cuyos nombres nos enseñan que, como ellos y junto a ellos, también nosotros hemos sido llamados a:
- ser guerreros de Dios, no por nuestra propia fuerza, sino por la de Dios, que nos hace levantarnos de nuestras caídas y empezar de nuevo. No nos predicamos a nosotros mismos, sino a Jesús, fuerza y poder de Dios.
- ser curación de Dios, no por magia ni superstición, somos curados y enviados a curar por medio de una relación íntima con Dios, que se da a través de la aceptación de Su Palabra.
- ser deificados en Dios, y el camino para alcanzarla es el reconocimiento de la absoluta grandeza, bondad y hermosura de Dios ante todos y ante cualquier situación que vivimos. De esta forma, nada nos amedrenta, antes bien, Dios nos ensalza, nos eleva hacia Sí, sentándonos junto a Jesucristo, escondiendo nuestra vida en la propia vida de Dios (Col 3, 3), desde la que somos enviados a levantar al caído y liberar al oprimido.
¡Feliz fiesta de los arcángeles!