El Señor Jesús responde hoy a la pregunta de un fariseo, Doctor de la Ley: «¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?» (Mt 22, 36). El texto original griego usa la palabra μεγάλη que, más que indicar prioridad moral, como parecen buscar los fariseos, habla de cualidad. La palabra significa ‘grande, enorme, fuerte’ (también: ‘abundante’). Su complementaria en hebreo es גְּדוֹלָה (gədolá), femenino de גָּדוֹל (gadól), formada de la raíz גדל (letras Guímel, Dálet y Lámed).

Hagamos una parada en el alefato hebreo.

La pictografía de la letra Guímel representaba originalmente el ‘pie’ de un ‘camello’ y todo lo que ello implica. Un camello es un animal con pies ‘grandes’, ‘fuertes’ y ‘resistentes’, capaz de albergar ‘abundante’ agua en su interior y ‘soportar’ grandes cargas sobre él, generalmente, ‘bienes’, ‘riquezas’ o enseres personales que se trasladan de un sitio a otro. En la representación aramea de la letra, además de esto, dicen los Sabios, que Guímel representa a un ‘hombre rico’ como saliendo rápido, para ‘dar’ o ‘repartir’ su ‘riqueza’ ‘generosamente’.

Por su parte, la letra Dálet representa principalmente la ‘puerta’ de una tienda hebrea. Estas puertas estaban hechas de tela (como las de las tiendas de campaña). Por tanto, Dálet representa ‘algo que cuelga’ de un sitio, que ‘depende’ de otro. Por esto mismo, en la representación aramea, los Sabios indican que representa a un ‘hombre pobre’, alguien con las manos extendidas esperando ‘recibir’ algo, dependiendo de alguien.

No en vano, dicen los Sabios, Guímel precede a Dálet en el alefato hebreo, porque representan al rico persiguiendo al pobre para compartir su riqueza, y al pobre viviendo de lo que recibe del rico. Hay una relación espiritual entre riqueza y pobreza de la que nos habla el Alefato hebreo. Ambas letras contienen una bendición y una maldición. El rico sin el pobre está condenado a morir corrompido. El pobre sin el rico está destinado a morir. Ambos se necesitan y cada uno encuentra en el otro el motivo de su bendición. El rico se salva gracias al pobre, el pobre vive gracias al rico. Si todos fuéramos ricos como predican algunas ideologías (p. ej.: el Comunismo), todos moriríamos víctimas de nuestra propia corrupción. Si todos fuéramos pobres, no podríamos ayudarnos unos a otros, y todos moriríamos exhaustos y de inanición.

Por último, la letra Lámed representa un ‘cayado’, ‘báculo’ o ‘látigo’ usados para ‘guiar’, ‘enseñar’, ‘corregir’, y, por lo mismo, para ‘aprender’, ‘comprender’. Representa también la ‘autoridad’, ya que una vara es algo ‘firme’ y ‘recto’ que, además, nos ayuda ‘sostenernos’, a mantenernos en pie en los momentos de mayor cansancio. Uno de sus extremos está doblado en forma de gancho, pues con la vara, los pastores podían ‘agarrar’ la cabeza de sus ovejas cuando se alejaban del rebaño, para evitar que perdieran y terminaran siendo víctimas de los lobos. Como representa la ‘enseñanza’ e ‘instrucción’, Lámed es también figura de la ‘Torá’, lo que nos va acercando al contexto del diálogo de Jesús con los fariseos.

A su pregunta sobre el mandamiento principal, Jesús responde con dos mandamientos. Al primero: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente» (Mt 22, 37), lo describe con las palabras μεγάλη καὶ πρώτη («el más grande y el primero»). Al segundo: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (v. 39), lo define como «semejante» al primero.

Esta semejanza me parece importantísima. Veo en ella reminiscencias del Génesis, donde se afirma que el hombre es creado a «imagen y semejanza» de Dios. Que este mandamiento sea semejante al primero quiere decir que ¡son el mismo mandamiento! Si bien el primero es el prótos, una palabra griega que, además de ‘primero’ quiere decir ‘anterior a todo’. ¡Claro! No puede existir semejanza si no hay un modelo al que ser semejante. Que algo sea semejante quiere decir que es igual, que tiene la misma forma o están hechos de la misma naturaleza.

Amar al prójimo como a uno mismo, por tanto, es lo mismo que amar a Dios, pero dependerá siempre de ese amar a Dios con todo el corazón, mente y fuerzas (si no, no habría semejanza). A su vez, amar a Dios permite que nos amemos a nosotros mismos y, gracias a esto, que podamos amar al prójimo como a nosotros mismos, es decir, según Dios, con todo nuestro corazón, mente y fuerzas. ¡Fascinante! ¿No te parece?

¡Dios no pide nunca nada que antes no haya dado! Si nos está pidiendo amarle con todo el corazón, mente y fuerzas… ¿¿No te parece increíble lo que eso significa?? ¡¡Que Dios nos ama a ti y a mí con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas!! ¡¡Es fascinante!!

De esta realidad, afirma Jesús categóricamente que ¡¡dependen toda la Torá y los Profetas!! Todo se sostiene en la experiencia de que Dios me ama con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas. La vivencia de este amor absoluto, gratuito e incondicional de Dios por mí sana la relación que mantengo conmigo mismo. Profundizar cada vez más en Su amor por mí, me va capacitando a amarme también a mí mismo en cada área de la que voy adquiriendo la certeza de ser amado por Él. Si el Amor de Dios no nos capacita a amarnos a nosotros mismos sanamente, tal vez no estemos experimentando Su Amor, y sea otra cosa.

A su vez, según Su amor me va haciendo capaz de amarme Él me ama, se produce en mí una renovación interior, un cambio: me vuelvo capaz de amar al prójimo en eso mismo en lo que ahora soy capaz de amarme a mí mismo. Y, amar a mí prójimo, es la prueba infalible de que mi amor por Dios es real y no un invento intelectual. No puedo ver ni tocar a Dios Padre para abrazarle, consolarle, alegrarle el día, juguetear con Él, hacerle travesuras, etc. La única forma práctica y real que tengo de hacerlo es con mi prójimo, a quien sí puedo ver, como enseña San Juan (cf. 1Jn 4, 20). Este hecho visible constituye la prueba de que esta relación de amor que digo tener con Dios Padre es real y no una farsa pseudoreligiosa fruto de un intelectualismo vacío que, en realidad, me impide poner en práctica lo que supuestamente afirmo creer.

Pictografía de la raíz hebrea de Gadól, «grande, valiente, fuerte».

En el diálogo con Jesús, los fariseos le preguntaron, no sé si consciente o inconscientemente, por el mandamiento gadól (más grande). Jesús respondió a su pregunta haciendo referencia a dicha palabra hebrea. Les mostró que, en la relación de dependencia entre Guímel (un Hombre Rico, es decir, Dios Padre), y Dálet (un hombre pobre, es decir, tú y yo) está la esencia de Lámed (la Torá). Sólo así es que podemos ser instruidos y crecer sanos, rectos y firmes, evitando ser engañados y perdidos por otras voces o interpretaciones. Ellos buscaban la esencia de la Torá (en hebreo: ‘instrucción’). Jesús les mostró ésta radica en la relación de Guímel con Dálet. En que el Pobre (yo) dependa del Rico (Dios Padre). El pobre (yo) no tiene nada que ofrecer más que su hambre y su carencia de todo. Así, no puede más que depender del Rico (Dios Padre), dejándose revestir de la grandeza y generosidad de Su Inmenso Amor. A medida que eso pasa, el pobre se vuelve rico en Su Riqueza, desde y con la que ahora puede enseñar y sostener a otros, guiándoles (Lámed) hacia esa misma relación personal que él mantiene con Dios Padre por medio de Jesús.

Representación pictográfica de la palabra hebrea Torá (‘Ley’ o ‘Instrucción’).

Esta teoría, Jesús la llevó a la práctica en su vida humana. No debemos olvidar que Él dijo de sí mismo: «Yo soy la Puerta» (Jn 10, 9), o lo que es lo mismo: «Yo soy Dálet«. La relación de Guímel con Dálet en la que debemos entrar, por tanto, es la misma relación de Jesús con Dios Padre. Él se dejó llevar completamente del deseo y la voluntad de su Padre en todo, como un pobre dependiente del rico… hasta la Cruz, máxima representación en la carne física de su amor absoluto a Dios Padre, con el traspaso de su corazón, con la coronación de espinas de su mente y con los clavos en sus fuerzas (manos y pies), algo que hizo por nuestra redención, es decir, por amor a sus prójimos. Por tanto, la esencia de la Torá está en la forma de vivir de Jesús, no en vano, la pictografía de la palabra torá representa muy gráficamente a un hombre (ר) clavado (ו) en una cruz (ת) entregando su vida (ה), que provoca el encuentro o alianza (ת) que asegura (ו) al hombre (ר) su vida en el Espíritu (ה), pasando de ser un «hombre viviente» a un «hombre que da vida», porque ha sido configurado en Cristo Jesús, el ‘Ultimate Adan’, o rebajando mi frickismo al lenguaje de San Pablo, en el último y definitivo Adán (cf. 1Co 15, 45).

Además, las letras de la palabra Torá suman 613 (por eso los judíos todos esos mandamientos), número que se escribe en hebreo con las letras תריג: una cruz (ת), un hombre (ר), un brazo (י) y la abundancia o riqueza (ג), o también, un hombre crucificado llevándonos hacia la abundancia de Dios. Es más, 613 suma 10, valor de la letra Yod, que representa la fuerza y el poder; y 10 suma 1, el valor de Álef, figura de Dios. La fuerza de la Torá no está en nuestra virtud o perfección personal sino en la promesa del poder constante de Dios Padre en favor nuestra, manifestado en Jesús de Nazaret, Dios hecho hombre que con su solo brazo, sin ayuda de nadie, se subió a la cruz para abrirnos el cielo y hacernos hijos y herederos de toda, absolutamente toda, la inmensa riqueza de Dios, nuestro Padre.

«Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte… tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi liberador» (cf. Sal 17)

¿Si Él es todo eso, entonces qué soy yo? ¡El salvado, el sostenido, el defendido, el fortalecido, el liberado! ¿No hay suficiente con esto? ¡Bendito sea el Señor, Altísimo sobre toda la tierra!

Os dejo un vídeo con una canción en hebreo que dice ki gadól Elohai («¡Cuán grande es mi Dios!»), espero que lo disfrutéis, no hay nada como cantar al Amado en el idioma del Amado.

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